Paso a paso con su caminar errabundo recorre las calles que identifica como terreno propio, como su territorio. Su mirada hostil, cargada de resentimiento, se estaciona por segundos en las caras de los transeúntes que instintivamente la rehuyen con aprensión. Cuando se cansa de vagar detiene su andar y se deja caer sobre cualquier pedazo de acera que lo acoge indiferente. Al identificar a un conocido su mano hace dupla con su boca y las dos piden a coro una moneda para comer. Algunos le dan, otros sencillamente lo ignoran, obligándolo a hacer lo mismo. Para él la indiferencia es el pan nuestro de cada día. Ya se acostumbró a que no lo tomen en cuenta, a que lo ignoren, a que lo miren, sin verlo.
Algunas noches, cuando un universo de estrellas se precipita sobre su cabeza, abriéndole la alcancía de los recuerdos piensa en la familia que abandonó por ir tras su vicio. Poco a poco, como si armara un rompecabezas mental va rellenando los espacios con caras, risas, miradas, mechones de pelo, sonido de voces y caricias mutiladas y así entre recuerdos vagos y ansias insatisfechas reconstruye parcialmente la vida que dejó e intenta abrirle espacio al presente que vive y al futuro que vaticina incierto. Pero los recuerdos no forman parte importante de su vida a muchos de ellos los abandonó en una esquina cualquiera para que murieran de soledad. El habita cautivo entre dos muros. Uno hecho de viejas planchas de zinc y cartones que se sostiene, en precario equilibrio, gracias al soporte que le dan alambres, potes y palos como columnas y amarres y el otro construido por su propias limitaciones, su falta de voluntad y su marcada ausencia de fuerza interior.
En solitario desempeña una multiplicidad de oficios: lava y cuida carros, roba cables para traficar con su alma de cobre, revisa la basura en busca de desechos, recolecta y vende latas vacías y cualquier otra cosa que el ingenio y la necesidad conviertan en actividad lo suficientemente rentable como para comprar una piedra, un pucho o un cuartico de aguardiente. Vive solo o en comunidad con otros indigentes, pero defiende su espacio, su droga y su caña, con cuchillo, piedras y palos. Come lo que tengan a bien proporcionarle los tachos de basura o la caridad de alguien. De día pasea su nómada estampa por calles y avenidas. En la noche, cuando la droga o el alcohol le amarran cuerpo y alma, cesa en su deambular y yace forrado de cartones entre desperdicios e inmundicias. Ya nada le importa. Hace tiempo que perdió conexión con todo y con todos. Ya ni los recuerdos pueblan su mente. Su figura desgarbada se proyecta sobre el muro de escombros donde vive. Su mirada se pierde en ese abigarrado universo de cosas que conforman su cotidianidad. El se siente impedido, imposibilitado de franquear ese muro, pese a que con levantar las piernas podría hacerlo, pero no puede pues su muro no es sólo físico. Su muro es una barrera que él mismo erigió para evadir responsabilidades y obligaciones, para encerrarse en lo que siempre llamó su libertad, cuando los reclamos de familia y amigos lo obligaban a enfrentar su abulia, su vicio, su carencia de valores. Y ahí está amurado. Pegado a su barda. Abrochado a ella, sin posibilidad, ni ganas de abandonarla. El es un amurado de conciencia y no está dispuesto a dejar de serlo, al menos hasta que una cuchillada o un golpe artero lo obliguen. EFO.
En solitario desempeña una multiplicidad de oficios: lava y cuida carros, roba cables para traficar con su alma de cobre, revisa la basura en busca de desechos, recolecta y vende latas vacías y cualquier otra cosa que el ingenio y la necesidad conviertan en actividad lo suficientemente rentable como para comprar una piedra, un pucho o un cuartico de aguardiente. Vive solo o en comunidad con otros indigentes, pero defiende su espacio, su droga y su caña, con cuchillo, piedras y palos. Come lo que tengan a bien proporcionarle los tachos de basura o la caridad de alguien. De día pasea su nómada estampa por calles y avenidas. En la noche, cuando la droga o el alcohol le amarran cuerpo y alma, cesa en su deambular y yace forrado de cartones entre desperdicios e inmundicias. Ya nada le importa. Hace tiempo que perdió conexión con todo y con todos. Ya ni los recuerdos pueblan su mente. Su figura desgarbada se proyecta sobre el muro de escombros donde vive. Su mirada se pierde en ese abigarrado universo de cosas que conforman su cotidianidad. El se siente impedido, imposibilitado de franquear ese muro, pese a que con levantar las piernas podría hacerlo, pero no puede pues su muro no es sólo físico. Su muro es una barrera que él mismo erigió para evadir responsabilidades y obligaciones, para encerrarse en lo que siempre llamó su libertad, cuando los reclamos de familia y amigos lo obligaban a enfrentar su abulia, su vicio, su carencia de valores. Y ahí está amurado. Pegado a su barda. Abrochado a ella, sin posibilidad, ni ganas de abandonarla. El es un amurado de conciencia y no está dispuesto a dejar de serlo, al menos hasta que una cuchillada o un golpe artero lo obliguen. EFO.