jueves, 12 de enero de 2012

EL INDIGENTE


                                                                                                 
Paso a paso con su caminar errabundo recorre las calles que identifica como terreno propio, como su territorio. Su mirada hostil, cargada de resentimiento, se estaciona por segundos en las caras de los transeúntes que instintivamente la rehuyen con aprensión. Cuando se cansa de vagar detiene su andar y se deja caer sobre cualquier pedazo de acera que lo acoge indiferente. Al identificar a un conocido su mano hace dupla con su boca y las dos piden a coro una moneda para comer. Algunos le dan, otros sencillamente lo ignoran, obligándolo a hacer lo mismo. Para él la indiferencia es el pan nuestro de cada día. Ya se acostumbró a que no lo tomen en cuenta, a que lo ignoren, a que lo miren, sin verlo.
Algunas noches, cuando un universo de estrellas se precipita sobre su cabeza, abriéndole la alcancía  de los recuerdos piensa en la familia que abandonó por ir tras su vicio. Poco a poco, como si armara un rompecabezas mental va rellenando los espacios con caras, risas, miradas, mechones de pelo, sonido de voces y  caricias mutiladas y así entre recuerdos vagos y ansias insatisfechas reconstruye parcialmente la vida que dejó e intenta abrirle espacio al presente que vive y al futuro que vaticina incierto. Pero los recuerdos no forman parte importante de su vida a muchos de ellos los abandonó en una esquina cualquiera para que murieran de soledad. El habita cautivo entre dos muros. Uno hecho de viejas planchas de zinc y cartones que se sostiene, en precario equilibrio, gracias al soporte que le dan alambres, potes y palos como columnas y amarres y el otro construido por su propias limitaciones, su falta de voluntad y su marcada ausencia de fuerza interior.
En solitario desempeña una multiplicidad de oficios: lava y cuida carros, roba cables para traficar  con su alma de cobre, revisa la basura en busca de desechos, recolecta y vende latas vacías y cualquier otra cosa que el ingenio y la necesidad conviertan en actividad lo suficientemente  rentable como para comprar una piedra, un pucho o un cuartico de aguardiente. Vive solo o en comunidad con otros indigentes, pero defiende su espacio, su droga y su caña, con cuchillo, piedras y  palos. Come lo que tengan a bien proporcionarle los tachos de basura o la caridad de alguien.  De día pasea su nómada estampa por calles y avenidas. En la noche, cuando la droga o el alcohol le amarran cuerpo y alma, cesa en su deambular y yace forrado de cartones entre desperdicios e inmundicias. Ya nada le importa. Hace tiempo que perdió conexión con todo y con todos. Ya ni los recuerdos pueblan su mente. Su figura desgarbada se proyecta sobre el muro de escombros donde vive. Su mirada se pierde en ese abigarrado universo de cosas que conforman su cotidianidad. El se siente impedido, imposibilitado de franquear ese muro, pese a que con levantar las piernas podría hacerlo, pero no puede pues su muro no es sólo físico. Su muro es una barrera que él mismo erigió para evadir responsabilidades y obligaciones, para encerrarse en lo que siempre llamó su libertad, cuando los reclamos de familia y amigos lo obligaban a enfrentar su abulia, su vicio, su carencia de valores. Y ahí está amurado. Pegado a su barda. Abrochado a ella, sin posibilidad, ni ganas de abandonarla. El es un amurado de conciencia y no está dispuesto a dejar de serlo, al menos hasta que una cuchillada o un golpe artero lo obliguen.  EFO.








martes, 10 de enero de 2012

LA LUJURIOSA



                                                                                  
Con fiel exactitud el espejo le devuelve la imagen que sobre el proyecta. Se ve como una mujer normal, igual a todas, dotada con los mismos atributos. No hay nada extraño en mi, piensa, mientras sus ojos se posan nuevamente sobre la plata del vidrio en busca de un detalle, de algo que le revele otra cosa distinta a lo que ya sabe. Busca y en su búsqueda tropieza con lo que no quiere encontrar. Allí esta: la horrible aparición, justo detrás de ella, la recurrente visión  que poco a poco se materializa a su espalda. Allí está  su cráneo trícefalo, con cara de ogro, de toro y de carnero, sus  piernas de gallo y su cola de serpiente.  Allí está ese cuerpo monstruoso que cabalga sobre un león con cuello y alas de dragón. Alli está Asmadeo, señor de la lujuria, amo del desenfreno. Ella lo trajo nuevamente a su realidad. No es la primera vez que lo hace, han sido tantas que ya no recuerda cuando y como despertaron sus sentidos. Quizás sería desde aquella vez que se estremeció al notar que la mirada de un hombre le patrullaba el cuerpo, o desde la primera vez que el roce de la ropa le inflamó la piel. No lo sabe, sólo siente que el abanico del deseo le abofetea la carne, que Asmadeo se posesiona de su cuerpo y de su mente sometiéndolos, rigiéndolos, gobernándolos y que para ella es imposible sustraerse a ese encantamiento que poco a poco la obliga a ceder. Siente como una tibieza la invade, es una sensación cálida que sube por sus piernas y baja por su pecho, diseminándose por todo el cuerpo. Sus ojos se achican, se expanden las aletas de su nariz, sus músculos se tensan, se endurecen sus pezones,  su vellos se erizan y un hormigueo voluptuoso  la recorre de arriba a abajo. Es entonces cuando siente unas ganas irrefrenables apretar y ser apretada, de morder y ser mordida. Es cuando siente un deseo incontenible de juntarse, de frotarse, de unirse.  
La lujuria es un deseo insaciable de experimentar goce o placer sexual  mediante la repetición constante de un estimulo, es deseo sexual desordenado, desenfrenado, es la imposibilidad de controlar la libido. La lujuria es un fuego vivo que enciende, que abrasa, que funde. La lujuria es un ente que mora en algunos cuerpos, que los obliga a consumirse. Para ella La lujuria es una pasión irrefrenable, es un ansia de pecar, de mancillar y ser mancillada. Cuando Asmadeo se hace presente, ella se entrega sin oponerse, busca el placer, como única forma de satisfacerse. Sumisa se deja llevar hasta que ese mismo placer la agota. La Lujuria es su única razón. Ella es lujuriosa. Se sabe esclava de Afrodita, se siente sierva de Anuket, adoradora de Kamadeva, posesión de Asmadeo. La lujuria es un muro rojo, permeable, ardiente, grueso, alto, largo, hecho con trozos de pasión, con jirones de angustia, con pensamientos posesivos, con un cumulo de deseos insatisfechos, con un mar de dolor represado. Es un muro que no la contiene sino que la envuelve, la absorbe, la mimetiza, la convierte en parte de si.  Y ella vive dentro de ese muro. Ella vive con ese muro. Ese muro forma parte indivisible de todo su ser.  Ella es lujuriosa. Se reconforta en ese pecado. Ella es  y siempre será una amurada. EFO.