viernes, 2 de marzo de 2012





EL BORRACHO


Su andrajoso andar, su pringosa cara y sus sucias manos, de uñas negras, largas y duras, se reflejan en los espejos que el aguacero formó en la calle. Todavía llueve. El agua ha calado enteramente su cuerpo, permeado su ropa y dibujado caminos de mugre en la piel que asoma bajo el chaquetón que lo cubre. Con paso vacilante, torpe, se dirige a la pared, que lo espera indiferente. Hace años que pared y borracho forman parte indivisible del paisaje urbano. Así de unidos están. Este muro, es a falta de uno verdadero, su único hogar. Recostado contra el deja pasar el tiempo con pecaminosa indiferencia.  No tiene más nada que hacer. El no hace nada. Su día comienza temprano, apenas despunta el sol. Con pereza sus ojos se abren a la luz que se asoma y casi instantáneamente su vicio le atenaza la garganta. Cuando hay, corre generoso por su gaznate el chorro de fuego. Cuando nada quedó de la botella anterior, la puñalada de dolor atraviesa sus entrañas. Algo habrá que hacer, piensa, mientras su cabeza se recuesta del muro, que indolente lo deja estar. Su mano mendigante en consabido ademán  se estira temblorosa ante cualquier cuerpo que se aproxime, mientras gesticula la gastada frase: dame algo pal desayuno. Una a una las monedas le dan forma a la botellita de caña, que entre trago y trago ayudará a pasar el día que hoy la lluvia pintó de blanco.
Otra vez sale el sol y lentamente, con flojera, abre las persianas de sus ojos. La luz entra a raudales. El día amaneció radiante y él alegre. Sin prisa se empina la botella y agradece el primer trago. Sonríe. Estira el cepillo de su mano y pronto la generosidad se transforma en un nuevo litro de caña. Vamos bien, piensa para sus adentros. Anoche durmió completo. Es la primera vez que pudo hacerlo en lo que va de semana. Quizás el cuchillo de sílice del temporal le trepanó el cráneo, dejando escapar los demonios que pueblan de noche su cabeza. No se apareció el fantasmagórico corro que casi siempre lo visita, aterrándolo con sus aullidos, espantándolo con sus muecas. Esa gente corre a lo largo de la calle con pasos de polichinela, lanzando alaridos y profiriendo maldiciones. Y lo hace por el solo placer de asustarlo, de verlo gritar, de sentirlo sudoroso, cargado de miedo. El sabe que siempre están allí acechándolo, lo que no sabe es donde viven, cuando van a aparecer y por qué se meten en su cabeza. Una vez le contó sobre sus fantasmas al señor de la imprenta, con quien habla de vez en cuando, y este le dijo que eso no existía, que eran alucinaciones suyas, delirios, delirium tremens, así fue como los llamó. Pero él sabe que son reales, que tienen forma. El los ve, Y lo que es peor: ellos lo ven a él.
Carlos, Carlos, es como se llama. Ese es su nombre. La mujer que se identifica como su hermana y que lo visita de vez en vez, así lo vocea. Su familia lo llama de esa manera cuando logra que se bañe, afeite y coma algo. Pero Carlos ya perdió conexión con su casa. En realidad perdió conexión con casi todo. Hundido en su mente recuerda a un hombre joven, de hablar culto, de apariencia elegante, pero no puede precisar sus rasgos. A ratos juega con una imaginaria pelota y se luce lanzando curvas y rectas hacia un home de fantasía, mientras murmura palabras en inglés, francés y alemán. Hay momentos en que se siente caminando por las calles de Viena, visitando los teatros, con una mujer colgada de su brazo. Era otra época. De eso ya no queda nada. Ni familia, ni trabajo, ni amores, todo se lo llevó el trago. Todo menos esos espasmos que le retuercen las tripas, ese frío que trota sobre su espinazo, esa falta de aire que lo ahoga, ese temblor de manos que no controla, esos calorones que lo abrasan, esos bichos que lo visitan. Carlos se sepultó en vida. Enterró sueños y realidades. El mora entre dos mundos, cabalgando a horcajadas entre ayer y hoy. Lo viejo son recuerdos vagos. Lo nuevo solo es el muro.
Su muro no es una gran estructura de piedra o una sólida pared de ladrillos. Su muro es apenas una tapia de escaso metros de alto que forma parte de la fachada de una carnicería, enclavada en una calle cualquiera de un pueblo cualquiera. Esta salpicada de cemento y ahora pintada de verde. El año pasado era azul. Recostado a ese muro pasa las horas y los días. Ahí come lo poco que le dan. Ahí duerme. Ahí defeca,  obligando a la mujer del carnicero, entre insultos y maldiciones a lavar sus excrementos. Cuando lo rasguña con sus asperezas su pared le resulta ingrata, pero casi siempre es amable, hospitalaria. En el muro se refugia cuando sus fantasmas lo visitan. Al muro acude cuando la angustia toca su cuerpo y alma. Contra el muro se aplasta cuando la falta de alcohol le tironea la barriga. En el muro vive. Con el muro vive. El muro es lo único que tiene. Su refugio y su apoyo. Una valla vertical que lo sostiene cuando el licor hace estragos en su equilibrio. El no quiere ni necesita otra cosa que el muro. El pertenece al muro y el muro le pertenece. Carlos y muro son una misma cosa. Uno solo. Carlos es un amurado y Carlos morirá amurado. Pero el muro no morirá con Carlos. El muro verá morir a Carlos.  EFO.  
      
(Carlos, mi amigo, murió en Tinaquillo, Venezuela, un día cualquiera, de cualquier tiempo, adosado a su muro).

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