DE TRAPO O DE PAPEL
Caminando sin rumbo fijo, con la intención de no llegar a ningún lado, mis pasos se enredaron con mis zapatos y de pronto estaba parado frente a una vidriera contemplando los muñecos que en ella vivían. Los miraba con curiosidad, como queriendo desentrañar su gestualidad, como intentando adivinar quienes eran, de donde venían y lo más importante: que sentían. Ellos me devolvían la mirada. También me escudriñaban, como preguntándose: quien es, que quiere, por que nos mira. El duelo de miradas se mantuvo por un tiempo, hasta que cansados, ellos y yo, dejamos de vernos pero no de sentirnos.
Tras el vidrio, sentados unos, parados otros, poco a poco fueron develando sus secretos. Había muñecos tristes, con la huella indeleble del sufrimiento marcada en sus caras. Sus ojos de vidrio, que en vano se esforzaban en contener una lágrima, carecían del brillo habitual del cristal pulido. Había muñecos alegres, risueños, rutilantes. Esos parecían disfrutar el encuentro. Nos veían como esperando una sonrisa que hiciera juego con la suya. Más allá, al fondo, se asomaba la carita despreocupada de una coqueta muñeca de largas pestañas, cabellera ondulada y risa pintada que se esforzaba en llamar nuestra atención procurando hacerse notar. También los había fieros, terribles, de mirada desafiante, asesina. Otros temerosos, confundidos, intentaban esconderse, fundirse con las cajas de cartón donde vivían.
Mirándolos descubrí que ellos reflejan en sus rostros las penas y alegrías de quienes los diseñaron, los fabricaron. Tras cada cada cara triste, escondido en unos ojos melancólicos, vive un dolor, un sufrimiento un pesar. Abrochada a una risa, colgada de un mirada habita una alegría, mora un bello sueño. Son las marcas de su creación, la impronta de su creador.
De trapo, de papel, de cera, de porcelana, de plástico o de madera los muñecos han sido, y siempre, serán hermanos inseparables, depositarios de nuestros secretos, confidentes de pecados, de travesuras, de dolores. Ellos comparten o compartieron con nosotros un momento, un instante único, imperecedero. Amigos de la infancia, compañeros de ruta, viajeros en este camino, que obligados transitamos, nos ilusionan con su presencia, nos ayudan a vivir. Siempre están allí prestos a escucharnos, a reír con nuestras locuras, a llorar con nuestros pesares. Son como almas gemelas, fieles, consecuentes, incapaces de traicionarnos, de abandonarnos, de dejarnos solos. En eso se diferencian de nosotros que si los olvidamos, los arrumamos en un cajón, los sepultamos en una gaveta, en un sótano, en un closet y los dejamos allí hasta que un día cualquiera, por azar, buscando otra cosa, tropezamos con ellos y los volvemos a mirar, a sentir su textura y es entonces cuando un mundo de recuerdos se convierte en un mar de llanto que se parapeta tras los ojos. Los abrazamos, los apretamos contra el pecho, y le devolvemos su preminencia. Los sentamos en una repisa, en un sillón y cada vez que se entrecruzan nuestras miradas los saludamos con respeto, con cariño. Eso durará hasta que los desterremos nuevamente a otra gaveta, a otro cajón donde un hijo, o un nieto los descubra y por arte de magia les devuelva la vida.
De trapo o de papel, los muñecos, esos muñecos, siempre serán nuestros muñecos. EFO
Mi muñeco, era un negrito que se llamaba Juanito y no se donde andará.
De trapo o de papel, los muñecos, esos muñecos, siempre serán nuestros muñecos. EFO
Mi muñeco, era un negrito que se llamaba Juanito y no se donde andará.
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