jueves, 7 de noviembre de 2013




LA TRISTEZA


Algunas veces, cuando abrimos la puerta, sentimos que algo traspuso el umbral.  Es como un celaje. Un soplo que nos toca. Y luego, al rato, vemos como nos va llenando, invadiendo, volviendo opaco lo que antes brillaba. Eso, que nos cuesta identificar es la tristeza. La tristeza es frío que arropa. Lluvia que moja. Dolor que lastima. Llaga que tarda en sanar, que no cicatriza. La tristeza se viste de engaño. Vive acechando en las esferas de los relojes, en los cristales de las ventanas, entre las páginas de los libros ya leídos, en las fotos desvaídas, en las flores secas, en los rincones oscuros, en las gavetas vacías, en las risas tristes de las monjas, en las caras descoloridas de las muñecas viejas, en los zapatos rotos, en los juguetes abandonados, en los amores olvidados, en los besos mustios, en los ojos cerrados de los muertos.  La tristeza aprieta el corazón. Hace gemir el espíritu. La tristeza camina despacio, sin prisas, ella sabe que la esperan, por eso demora su llegada. La tristeza se convierte en compañera de las horas mas duras. La tristeza monta rauda en el coche donde viaja la desesperación. La tristeza se aposenta en nuestro cuerpo, ocupando todos sus espacios, minando  sus fuerzas, nublándolo todo. La tristeza crece dentro del alma, alimentándose de ella.  Al igual que sucede con la soledad, nos acostumbramos a su presencia, al punto que a veces sentimos que nos ha abandonado, para  luego darnos cuenta que aún no se ha ido. Se burla de nosotros. Una mañana, una noche cualquiera tropezamos con ella, sentada en un sillón, recostada en nuestra cama, espiándonos, vigilándonos.  Una tarde sin fecha, se mete en el espejo y cuando nos reflejamos en él descubrimos su rostro. Diciéndonos que está ahí. Que todavía le pertenecemos. Que no nos ha dejado y que no lo hará. La tristeza es un mal recurrente, crónico. Una vez instalada no cesa de ocuparnos. Se mimetiza. Se disfraza.  Se esconde en los pliegues de nuestra cara, se asoma por la comisura de los labios marcándoles un rictus de amargura, se le ve en los ojos, detrás de las pupilas, apagándolos. La tristeza es hermana del desamor, del duelo, del dolor. Es fiel compañera de los abandonados, de los despreciados, de los ofendidos, de los humillados, de los olvidados, de todos aquellos que tienen el alma rota. Ella no llega para curar las heridas, viene para ahondarlas, para hacerlas sangrar por siempre. La tristeza es mala consejera. No salva. No ayuda. La tristeza es como la hiedra, nos aprisiona, nos ahoga y finalmente nos mata. Los tristes, esa raza de gentes que agonizan, que malviven a solas, la conoce bien. Se acostumbraron a ella y por perversión, muchas veces, la invocan, requieren de su presencia, se regodean en el mal que les hace. Los tristes no enjugan nunca sus lagrimas, las dejan correr, en la esperanza que lavaran su desesperanza. Los tristes viven vidas mustias, ayunas de ilusión y cuando un rayo de sol los ilumina cierran puertas y ventanas para cegar la claridad. Los tristes, esos esclavos de la tristeza, algún día aprenderán a vivir sin ella. EFO

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