Como si obedeciera al influjo de un conjuro, la fuerza va tomando cuerpo. Comienza con una leve agitación para paulatinamente convertirse en torbellino de destructora potencia. Sus ojos se dilatan, sus venas se tensan, sus manos se crispan y una furia incontenible lo va poseyendo, abrasando, dominado. Ahora es Amón, Marqués del infierno, señor de 40 legiones, lobo con cola de serpiente que arroja fuego, hombre con cabeza de cuervo y dientes de perro, quien deja escapar la ira que lo posee. Incapaz de detenerla se somete a su voluntad permite que lo desborde hasta que alcanza su clímax para luego perder potencia, debilitarse y poco a poco consumirse, apagarse, desaparecer. Nunca ha podido poner freno a esa pasión. Todos sus esfuerzos por evitarla, han resultado vanos, todos, absolutamente todos se han estrellado contra esa barrera. La ira lo toma por sorpresa, lo asalta. Es como si fuera una animal que lo acechará permanentemente, que estuviera presto a aparecer, sin previo aviso, de repente. Y cuando eso sucede no puede sustraerse a esa fuerza demoníaca, que lo arrastra envileciéndolo. Como un río de lava corre a lo largo de su cuerpo, se filtra a su alma, se adentra en su mente destruyendo todo a su paso, ennegreciendo la ruta que transita. Desde pequeño ha sentido la ira enseñorearse en su voluntad, pero nunca ha podido domarla, es incapaz de frenar ese deseo de destruir. Ira y arrepentimiento viajan juntos. Son hermanos. La primera da paso al otro. Cuando la ira ha alcanzado el cenit, cuando ya no queda nada que destruir aparece el arrepentimiento. Primero se asoma sorprendido de lo que ve. Contempla la destrucción que lo rodea y después ocupa el espacio cedido. El arrepentimiento es como un retroceso. Como un dolor por lo cometido. Pero el arrepentimiento no es reparador, no sana, no enmienda lo hecho. El arrepentimiento es engañoso, tramposo. Da la sensación de que todo está bien, que basta con ocupar los espacios arrasados por la ira. Nada más falso. Se trata de una máscara, de un subterfugio. Es un engaño. Pareciera que la aparición del arrepentimiento marcara la muerte de la ira. Pero no es así, la ira, fuente de la violencia desatada, no ha sido vencida se repliega cuando no encuentra nada más que destruir, o sencillamente porque las causas que le dan origen desparecen, o porque un gesto, un aviso de alerta, una señal de sumisión la desinfla. La ira se va, está en retirada, pero no vencida y cuando esto sucede Amón ocupa su trono, satisfecho, ahíto. Entra en reposo, está en suspenso, pero acechante, esperando que se abra de nuevo la espita, para volver por sus fueros, para convertirse en ardiente furia, en incontrolable fenómeno. Amón, Marqués del Infierno, se complace en sus dominios. Pasa revista a su ejército de demonios. Sopesa sus fuerzas. Prepara un nuevo ataque. Mientras tanto él poco a poco se va calmando, sus pupilas se achican, sus músculos se relajan, sus venas se distienden. El es capaz de reconocer el diablo que lo posee. De lo que no es capaz es de identificar las causas que lo despiertan. De tanto pensarlo ha logrado aislar algunas, pero todas son circunstanciales, ninguna definitiva. Una frase, una mirada, un gesto, una negativa, un si rotundo, cualquier cosa es suficiente para desatar el huracán. No hay una sola razón, son miles. Y a fuerza de sin razones la ira ha levantado un muro entre sus deseos, preñados de buenas intenciones, y su incapacidad para dominar el monstruo que lo habita. Ese muro tiene forma, es una valla gruesa pero no sólida. Está hecho de un material que no fragua nunca, un material consistente, denso, pesado, pero no duro. Su muro está conformado por un sentimiento no controlado de odio, de enfado, de rabia contenida, de negación de la verdad. Su muro se levantó sobre un incontrolable deseo de venganza, sobre una negación de la justicia, sobre un gran resentimiento. Su muro tiene color, en la base es amarillo intenso, en el centro, casi anaranjado, y en la cúspide rojo granate. En el se reflejan los tonos del fuego, lo cambiante de su forma, lo intenso de su calor. Sus sueños, sus ansias, sus amores están obligados a convivir tras ese muro junto con su ira, hermanados, como si fuesen una misma cosa. Pero muro adentro, lejos del calor que este irradia, mora su ángel bueno que de vez en cuando se impone sobre el oscuro, dando la impresión que lo venciera, que lo sometiera. Pero ese ángel todavía no tiene la fuerza ni la consistencia necesaria para traspasar el muro, ni siquiera para rebasarlo o rodearlo. Su ángel bueno todavía habita en los terrenos de los deseos, de los sueños. Sin embargo el mantiene la esperanza, alimenta la ilusión, confía en que alguna vez reunirá las fuerzas necesarias para dar el salto, plantear la gran batalla y liberarse. Pero por los momentos es un prisionero tras el muro, obligado a vivir ahí. El es un amurado, uno de aquellos, que no eligió serlo. Su condición le fue impuesta no sabe si por un Díos o por un demonio, pero sea como sea vive, vivirá y quizás, solo quizás, morirá amurado. EFO
No hay comentarios:
Publicar un comentario