domingo, 29 de octubre de 2017




EL INDESEABLE HUÉSPED


Como una bolsa pegada a mi cuerpo cargo con el hastío de este ya insoportable modo de vivir. El hastío es un pesado fardo que llevamos dentro y del cual, por más que lo intentemos, no podemos deshacernos. Ese fastidio, ese inmenso fastidio,  nació cuando uno a uno se fueron cerrando los caminos, cuando la realidad, a fuerza de monótona, nos abrumó. Nos inundó el alma, nos anegó la conciencia. Marchitó todas las ilusiones, cercenó la esperanza, agotó las posibilidades. Cuando la ficción supera, con creces, la diaria rutina empezamos a sentir que ya no vale la pena seguir. Que ya es hora de parar. De detener la marcha. De decir adios. Y como un peregrino empezar a transitar nuevas rutas, a hollar otros caminos, a andar por otros senderos. Todos somos viajeros rumbo a la nada. Caminamos a ciegas, a tientas, sin saber exactamente a donde vamos y cuando llegaremos. A veces queremos hacer un alto, sentarnos a descansar, pero estamos obligados a continuar. Y seguimos en la senda, seguimos desbrozando la trocha. No dejamos de andar. Para unos el viaje es placentero, para otros es duro, muy duro. En ese periplo el hastío es un compañero obligado, al cual no podemos renunciar. Tenemos que cargarlo a cuestas, llevarlo sobre nuestros hombros, soportar su peso, lidiar con su vacuidad. El fastidio es como un virus, que se incuba dentro de nosotros, que se alimenta de nuestra alma y poco a poco, sin que nos demos cuenta, nos va matando. Nos asfixia con su abulia, con su inacción, con su pereza mental. Nos ocupa, nos allana, se posesiona, nos domina. El hastío es como una planta parásita que sorbe nuestra savia, que nos consume, nos seca y finalmente nos mata. Podemos, de hecho lo hacemos, morir de fastidio, de hastío, de ganas de no seguir existiendo. El contagiado de fastidio es un enfermo terminal, que morirá de eso, pues ese mal, no tiene cura. Es una enfermedad que no se puede prevenir, cuando revela los primeros síntomas ya ha entrado en su fase critica. No sabemos cuando, ni como el contagio se hace presente. Un día, cualquiera, una noche de estas lo conseguimos sentado a nuestra puerta, tropezamos con él al girar la llave, al echar el cerrojo. Y sin mediar palabra, sin pedir permiso, sin ser invitado toma posesión, se acuesta en nuestra cama, come de nuestra mesa, lee nuestros libros, contesta el teléfono, vive con y por nosotros. Es un huésped no querido, indeseable y por ende obligado. EFO.

domingo, 22 de octubre de 2017




El AGUA DEL POZO


Una persiguiendo a la otra, y esta a la que le antecede van formando un torrente que resbala por las mejillas  y que las manos no pueden retener. Una tras otra van drenado penas, lavando pecados, limpiando conciencias, sumando arrepentimientos. Las lagrimas son cuentas de un rosario que formó el sufrimiento. Son pedazos de angustia que guardamos en el alma y que dejamos asomar a los ojos. Son gotas de dolor que escapan sin control. Son bálsamo que curan las heridas que la vida nos dio. Esas  heridas que arden, que duelen, que lastiman. Cuando lloramos hacemos llover dentro de nosotros mismos y esa lluvia arrastra todo aquello que nos mortifica, nos acongoja, nos carcome. Las lagrimas son jueces de acciones, verdugos de conciencia, sepultureras de penas. 
Llorar es limpiar el corazón. Se llora cuando hacemos acto de contrición, cuando nos arrepentimos, cuando pedimos perdón. Se llora cuando un dolor denso nos desgarra por dentro. Cuanto un sufrimiento nos lacera, nos quema. Se llora cuando nos acorrala la angustia, cuando nos acosa el desamor, la indiferencia, el desprecio. Algunos lo hacen de felicidad, de alegría, de contento y hay quien no puede contener una lagrima de rabia. Llorar es un acto humano y aunque es personal a veces, por ser contagioso, se convierte en colectivo. 
Hay llantos desgarradores, que nos calan muy hondo, que nos incitan a compartirlos. Hay llantos sinceros, que expresan sentimientos profundos, que nos conmueven. Y hay llantos falsos, fingidos, que nos obligan a despreciarlos. 
Las lagrimas constituyen la expresión más tangible de los sentimientos. Es una forma de comunicación, mediante la cual transmitimos lo que sentimos. A través de las lagrimas le hacemos saber a los demás que estamos dolidos, afligidos, que una pena grande nos copa o que un dolor físico nos mantiene postrados. Es un código que invita a ser descifrado.
El llanto hace pareja con el duelo. Comparten una razón común. Uno es consecuencia del otro. El duelo cesa cuando sana el alma. Cuando aceptamos la realidad. Cuando nos convencemos que hubo un cambio irreversible. Que no hay vuelta atrás. Que nada volverá  a ser como antes fue. Cuando eso pasa se secan  las fuentes, se cierran las compuertas de los ojos y la paz vuelve al espíritu. Dejamos de llorar. El agua se amansa  en el pozo.  EFO

sábado, 21 de octubre de 2017





ESA VERDE ILUSION



Si hurgamos en la caja que Pándora abandonó, buscando en el fondo, despacio, sin prisa, la podemos ver, silenciosa, quieta... verde. La Esperanza despierta al clarear el día, entre la brumas que la luz disipa. Se oculta en la noche, cubierta de sueños, tapada de sombras. La esperanza es un ser vivo que habita en cada uno de nosotros. Siempre esta presente; aunque a veces no la notemos, sabemos que podemos contar con ella  cuando lo necesitemos. La esperanza es un rayo de luz que ilumina nuestras noches oscuras. Es un viento fresco que renueva las ansias, que abate el sufrimiento, que nos ayuda a superar situaciones difíciles. Es un auxilio en las batallas que libramos contra la angustia, la depresión, el desanimo. La esperanza es un arma necesaria, una herramienta imprescindible para seguir viviendo. La esperanza la fabricamos nosotros mismos con los pedazos que nos quedan después de una desilución. Nos aferramos a ella como un naufrago a la tabla en la cual flota en medio de un mar embravecido. Al principio es solo un idea, pero a medida que vamos analizando cada uno de los elementos que la posibilitan nos damos cuenta que puede ser una realidad y la dejamos nacer. La ayudamos a crecer. La fortalecemos con deseos. La nutrimos con pensamientos. La reforzamos con emociones y finalmente la conservamos dentro de nuestro corazón. A veces es lo único que nos mantiene vivos, que nos alienta, que nos permite seguir respirando. Es como una llama  votiva que arde, que no se extingue, que sobrevive cuando todo está muerto.
La esperanza es un ente puro, hecha con una mezcla de sentimientos, de peticiones, de apetencias, de buenas intenciones. Es verde porque ese es el color de  la naturaleza. La esperanza  se asocia con la primavera, estación en la cual germinan todas las semillas, dando inicio a la vida. La esperanza significa renacimiento, volver a vivir, a sentir, luego de un periodo de privación. La esperanza es una alborada. Un luz que disipa las sombras. Es una acto de fe, un deseo vehemente. La esperanza nunca muere, pues está en permanente renovación. Si se pierde renace una y otra vez pues es fuente inagotable. Es un fenix. La esperanza es siempre otra oportunidad, que se da bajo otras circunstancias. Es espera, potencia que se transformará en acto.
La esperanza es esa ayuda necesaria por la que todos clamamos cuando estamos a punto de claudicar. Es el sustento que necesitamos para seguir en el camino, para no desfallecer en la lucha, para mantenernos firmes frente a la adversidad. Es el ultimo recurso que disponemos. La ultima carta que jugamos. Lo mejor que tenemos. La esperanza es una ilusión. La ultima verde ilusión.  EFO

jueves, 19 de octubre de 2017





EL JUEGO DE LA VIDA


Anoche salí a buscarlos. Recorrí calles, atravesé plazas, remonté cuestas, pregunté a los vecinos, pero no los encontré. Se que están afuera, en alguna parte. Quizás debo cesar en mi búsqueda acallar mis ansias y tan solo esperar. A lo mejor ellos, mis amores perdidos, también me buscan. Y por azar me encuentran.
Los amores perdidos son aquellos que por error u omisión dejamos ir. Esos que por un tiempo ocuparon un espacio muy importante en nuestra vida y que de repente, por alguna circunstancia, dejaron de ser nuestros. Se terminaron. Acabaron.  O al menos eso es lo que creemos, cuando la realidad es otra: los amores perdidos nunca son tales. Nunca se fueron. Siempre se quedaron en nosotros. Están escondidos en lo más recóndito de nuestros anhelos. Camuflados. Traspapelados. Pero siguen allí. De noche, cuando se despiertan las ansias, cuando los recuerdos ocupan nuestras mentes, cuando late mas fuerte el corazón se asoman a nuestra conciencia reclamando su espacio, ese que le pertenece por derecho propio, por haberlo conquistado.
Los amores perdidos están hechos con jirones de nuestra vida, Con trozos de recuerdos, con pedazos de emociones. Los amores perdidos son parte indivisible de nuestra existencia. Ellos permanecen cosidos, clavados, engomados, transfundidos a nuestro ser. Son amores nunca olvidados pues es imposible borrar la huella de un beso, de una caricia o de una mirada cómplice.
En esas noches, cuando se despiertan las ansias y escapan de la gaveta de la memoria aquel parpadear de ojos, ese chocar de dientes persiguiendo risas, esa ráfaga de cabello ondeando al viento, ese olor tan peculiar, tan suyo, tan nuestro, soltamos el freno y tratamos de imaginar como hubiera sido nuestra vida al lado de esa persona. Construimos sueños con lo que nos quedó, con aquello que aún conservamos, con lo poco que el tiempo no cubrió de olvido y por un rato nos arropamos con esa ilusión hasta que despertamos y la realidad nos devuelve nuestra cotidianidad. Entonces recogemos nuestros recuerdos y los guardamos intactos, para, en cualquier momento, despertarlos, volverlos a usar. Mantenemos en nuestras mentes esos rostros, esos gestos; no nos atrevemos a cambiarlos. Les negamos el paso del tiempo. Obviamos los estragos que la vida les causó. Preferimos seguirlos viendo como eran. Como los conocimos. Como nos hicieron felices. Eso forma parte del juego. Eso es, en esencia, el juego de la vida.  EFO.


jueves, 12 de octubre de 2017






MIS DOS SOMBRAS.


Escurridizas, silenciosas, amorfas, las sombras van ocupando los espacios que dejamos al pasar. Van rellenando los huecos que abrimos y no cerramos. Las sombras son como velos negros que todo lo tapan, que todo lo esconden. Las sombras, antagonistas de la luz, huyen asustadas, trémulas, ansiosas cuando abrimos un postigo o no cerramos una puerta. Presurosas van a esconderse, a refugiarse, a habitar sus espacios. 
Nosotros, al igual que las sombras, también nos ocultamos en el mundo que fabricamos, ese que cercamos, que cubrimos, que hacemos impenetrable para que nadie lo franquee, para que nadie entre, para que nadie nos vea. Nosotros vivimos entre sombras. Nosotros vivimos con las sombras. Nos cubre la sombra de un recuerdo, de una añoranza, de un deseo no satisfecho, de una ilusión vana. Las sombras viven pegadas a nuestros cuerpos, soldadas a ellos, ocupando todos sus poros, pero también están fundidas a los pliegues de nuestras almas. Todos tenemos nuestro lado oscuro. Ese que no mostramos a nadie. Ese que ocultamos a todos. Ese lado oscuro, esa sombra que mora dentro, sólo se asoma cuando aflora lo peor de nosotros, cuando dejamos que nuestras pasiones nos dominen, cuando abrimos la espita de lo malo que sedimenta nuestro espíritu. Si hacemos un esfuerzo la podemos ver asomada a nuestros ojos, la podemos sentir sorbiendo nuestra respiración, dejándonos sin aliento, la podemos tocar cuando resbala por nuestra piel. Esa sombra, la sombra del mal, no es una herencia que arrastramos al nacer. A esa sombra la construimos con nuestras acciones, a lo largo de nuestra vida. La concebimos, alimentamos, cuidamos y hacemos crecer día a día. Es difícil, muy difícil vivir con ella, pero es casi imposible hacerlo sin ella, pues a fuerza de sentirla nos acostumbramos a su existencia. 
Una vez intenté desembarazarme de mi sombra, de mi sombra física, por llamarla de alguna forma, de esa que nació el mismo día y a la misma hora que yo, de esa que me sigue a todas partes, de esa que siempre está conmigo, de esa mancha que se refleja en el suelo cuando camino y que se proyecta en las paredes cuando me paro a contraluz.  Cerré puertas y ventanas. Me encerré en un cuarto oscuro... y no la vi. La busqué... y no la encontré. Y cuando comenzaba a creer que lo había logrado me di cuenta que había crecido, que se había hecho tan grande que me rodeaba, que me cubría totalmente, me cubría tanto que me asfixiaba. 
Una noche intenté hacer lo mismo con mi otra sombra, la espiritual, por llamarla de alguna forma, esa que vive dentro de mi, ese rastro  que gobierna mis actos, que tiñe de negro mis pensamientos, que nubla mi conciencia. Me adentré en la Casa de Dios. Me postré ante su sangrante imagen de yeso y dejé que me bañara con su claridad. Pedí perdón por mis pecados y me sentí purificado. Una sensación de paz infinita se apoderó de mi espíritu. Me invadió la calma. De rodillas musité una plegaria y pensé que la había vencido, expulsado, desterrado. Feliz abandoné el Templo de Oración. Cerré los ojos y dejé reposar mi cuerpo. Al despertar la vi junto a mi. Acostada en mi cama. Mirándome con burla, con sorna, con placer. 
El camino de la redención es largo, espinoso, difícil, muy difícil de transitar. Para recorrerlo solo hace falta empezar a andar. Caminemos... EFO.