jueves, 12 de octubre de 2017






MIS DOS SOMBRAS.


Escurridizas, silenciosas, amorfas, las sombras van ocupando los espacios que dejamos al pasar. Van rellenando los huecos que abrimos y no cerramos. Las sombras son como velos negros que todo lo tapan, que todo lo esconden. Las sombras, antagonistas de la luz, huyen asustadas, trémulas, ansiosas cuando abrimos un postigo o no cerramos una puerta. Presurosas van a esconderse, a refugiarse, a habitar sus espacios. 
Nosotros, al igual que las sombras, también nos ocultamos en el mundo que fabricamos, ese que cercamos, que cubrimos, que hacemos impenetrable para que nadie lo franquee, para que nadie entre, para que nadie nos vea. Nosotros vivimos entre sombras. Nosotros vivimos con las sombras. Nos cubre la sombra de un recuerdo, de una añoranza, de un deseo no satisfecho, de una ilusión vana. Las sombras viven pegadas a nuestros cuerpos, soldadas a ellos, ocupando todos sus poros, pero también están fundidas a los pliegues de nuestras almas. Todos tenemos nuestro lado oscuro. Ese que no mostramos a nadie. Ese que ocultamos a todos. Ese lado oscuro, esa sombra que mora dentro, sólo se asoma cuando aflora lo peor de nosotros, cuando dejamos que nuestras pasiones nos dominen, cuando abrimos la espita de lo malo que sedimenta nuestro espíritu. Si hacemos un esfuerzo la podemos ver asomada a nuestros ojos, la podemos sentir sorbiendo nuestra respiración, dejándonos sin aliento, la podemos tocar cuando resbala por nuestra piel. Esa sombra, la sombra del mal, no es una herencia que arrastramos al nacer. A esa sombra la construimos con nuestras acciones, a lo largo de nuestra vida. La concebimos, alimentamos, cuidamos y hacemos crecer día a día. Es difícil, muy difícil vivir con ella, pero es casi imposible hacerlo sin ella, pues a fuerza de sentirla nos acostumbramos a su existencia. 
Una vez intenté desembarazarme de mi sombra, de mi sombra física, por llamarla de alguna forma, de esa que nació el mismo día y a la misma hora que yo, de esa que me sigue a todas partes, de esa que siempre está conmigo, de esa mancha que se refleja en el suelo cuando camino y que se proyecta en las paredes cuando me paro a contraluz.  Cerré puertas y ventanas. Me encerré en un cuarto oscuro... y no la vi. La busqué... y no la encontré. Y cuando comenzaba a creer que lo había logrado me di cuenta que había crecido, que se había hecho tan grande que me rodeaba, que me cubría totalmente, me cubría tanto que me asfixiaba. 
Una noche intenté hacer lo mismo con mi otra sombra, la espiritual, por llamarla de alguna forma, esa que vive dentro de mi, ese rastro  que gobierna mis actos, que tiñe de negro mis pensamientos, que nubla mi conciencia. Me adentré en la Casa de Dios. Me postré ante su sangrante imagen de yeso y dejé que me bañara con su claridad. Pedí perdón por mis pecados y me sentí purificado. Una sensación de paz infinita se apoderó de mi espíritu. Me invadió la calma. De rodillas musité una plegaria y pensé que la había vencido, expulsado, desterrado. Feliz abandoné el Templo de Oración. Cerré los ojos y dejé reposar mi cuerpo. Al despertar la vi junto a mi. Acostada en mi cama. Mirándome con burla, con sorna, con placer. 
El camino de la redención es largo, espinoso, difícil, muy difícil de transitar. Para recorrerlo solo hace falta empezar a andar. Caminemos... EFO.



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