EL INDESEABLE HUÉSPED
Como una bolsa pegada a mi cuerpo cargo con el hastío de este ya insoportable modo de vivir. El hastío es un pesado fardo que llevamos dentro y del cual, por más que lo intentemos, no podemos deshacernos. Ese fastidio, ese inmenso fastidio, nació cuando uno a uno se fueron cerrando los caminos, cuando la realidad, a fuerza de monótona, nos abrumó. Nos inundó el alma, nos anegó la conciencia. Marchitó todas las ilusiones, cercenó la esperanza, agotó las posibilidades. Cuando la ficción supera, con creces, la diaria rutina empezamos a sentir que ya no vale la pena seguir. Que ya es hora de parar. De detener la marcha. De decir adios. Y como un peregrino empezar a transitar nuevas rutas, a hollar otros caminos, a andar por otros senderos. Todos somos viajeros rumbo a la nada. Caminamos a ciegas, a tientas, sin saber exactamente a donde vamos y cuando llegaremos. A veces queremos hacer un alto, sentarnos a descansar, pero estamos obligados a continuar. Y seguimos en la senda, seguimos desbrozando la trocha. No dejamos de andar. Para unos el viaje es placentero, para otros es duro, muy duro. En ese periplo el hastío es un compañero obligado, al cual no podemos renunciar. Tenemos que cargarlo a cuestas, llevarlo sobre nuestros hombros, soportar su peso, lidiar con su vacuidad. El fastidio es como un virus, que se incuba dentro de nosotros, que se alimenta de nuestra alma y poco a poco, sin que nos demos cuenta, nos va matando. Nos asfixia con su abulia, con su inacción, con su pereza mental. Nos ocupa, nos allana, se posesiona, nos domina. El hastío es como una planta parásita que sorbe nuestra savia, que nos consume, nos seca y finalmente nos mata. Podemos, de hecho lo hacemos, morir de fastidio, de hastío, de ganas de no seguir existiendo. El contagiado de fastidio es un enfermo terminal, que morirá de eso, pues ese mal, no tiene cura. Es una enfermedad que no se puede prevenir, cuando revela los primeros síntomas ya ha entrado en su fase critica. No sabemos cuando, ni como el contagio se hace presente. Un día, cualquiera, una noche de estas lo conseguimos sentado a nuestra puerta, tropezamos con él al girar la llave, al echar el cerrojo. Y sin mediar palabra, sin pedir permiso, sin ser invitado toma posesión, se acuesta en nuestra cama, come de nuestra mesa, lee nuestros libros, contesta el teléfono, vive con y por nosotros. Es un huésped no querido, indeseable y por ende obligado. EFO.
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