EL DROGADICTO
Apenas han pasado unas horas y ya siente en el estomago el picotazo de la angustia. Es lo más parecido a un mordisco, pero este, piensa, debe darlo una boca monstruosa que cubre toda su barriga. Es como si tuviese instalado cerca del ombligo un alicate gigantesco, que aprieta, aprieta y no deja de apretar. Sus manos buscan presurosas el timbre que cuelga cerca de su cama. Tras una breve escaramuza con las sábanas sus dedos lo aprisionan, lo pulsan con ansias. Como repuesta a su llamado una sombra blanca se recorta en el ovalo de la ventanilla que orada la puerta. El siente como lo mira, pareciera que lo espiará. Luego, al igual que llegó, se aleja, indiferente a sus gritos, sorda ante sus suplicas. Incansables, las manecillas trotan por la esfera, devorando segundos, persiguiendo minutos. Al fin se detienen en las tres. De nuevo la sombra ocupa el ovalo y en un parpadeo la siente próxima. El pinchazo de la aguja araña su brazo y poco a poco la laxitud se apodera de sus sentidos. La realidad se evapora, se volatiliza, fundiendo en una sola pieza tiempo y espacio. Estrenando sol se arrima al muro. Este es distinto a cualquier otro, a cualquier otra valla que separe ilusiones de realidades. Este es un muro que no circunda terrenos, ni marca distancia entre iguales. Es una pared cuya cara interior completa una habitación y su exterior es parte de la fachada. Esta formado por bloques de vidrio, de distintos colores, dispuestos simétricamente, uno sobre el otro, uno al lado del otro, constituyendo una unidad cromática que a veces sorprende por la simpleza de su belleza. Descubrió ese muro en su diario peregrinar por las distintas estancias que integran el pequeño hospital. Al traspasar un umbral fue fulminado por una colorida ráfaga de luz que le azotó el rostro. Asombrado, se detuvo a contemplar aquel universo de matices e inevitablemente atraído por su multiplicidad quedó atrapado en el. Y desde entonces lo visita cada vez que sus angustias se lo imponen. Herido de insomnio abandona la celda de su cuarto, y al abrir la mañana, el sol tropieza con su cuerpo fusionándolo a la pared, pigmentándolo, de rojo, verde, azul, amarillo y blanco, pintando con él un cuadro de gran formato en el que juguetean los colores, con su pelo, piernas, torso y brazos. Este muro es totalmente ascético, No tiene matas que lo adornen, animales que lo caminen, ni hongos que lo parasiten. No tiene ranuras, ni rugosidades.No es húmedo. Es seco. No transmite ningún sonido, pero atrae, embruja, fascina, posee, hechiza, domina. Es aditivo. Se hace recurrente. Crea necesidad, dependencia. Y por eso está él allí. Lo llevaron una tarde cuando ya no pudo resistirse al sortilegio de su adicción. Lo llevó su familia, o mejor dicho la que alguna vez fue su familia, pues la droga acabó con ella al minar las bases de la relación que los unía. Y desde ese día, hace ya un mes, está lidiando con la obligada abstinencia que le produce vómitos, diarreas, fiebres, nauseas, insomnio, ansiedad, fatiga, irritabilidad, agitación y ese maldito sudor frío que corretea por su cuerpo, asustándolo, pues parece que le sorbiera la vida. Frente al muro derrocha su tiempo, dejando que la luz que filtra lo empape de su arco iris. Este baño de color tiene mucho que ver con la hora del día. Al despuntar la mañana, el sol al chocar contra la pared, arranca jirones de luz a los bloques azules, confiriéndole tranquilidad, reposo. Al mediodía prevale el amarillo convirtiéndolo en un ser activo, dinámico. A mediados de la tarde cuando los rayos solares tocan los bloques verdes se muestra a la defensiva, alerta y cuando alcanzan los rojos se dispone al ataque, a la agresión. El muro se ha convertido en una obsesión. A el llega cuando se siente alterado, en busca de sosiego. A el se abraza en vano intento de robarle la energía cuando la fatiga entumece brazos y piernas. Al pie del muro yace como un animal en acecho y al muro ataca con furia, con rabia cuando la necesidad de droga lo posee como un espíritu satánico. En el muro exorciza a sus demonios. En el muro se encuentra con su Dios. Es el muro su consuelo y desesperanza. Su día transcurre entre la obligada rutina del Sanatorio que ata sus deseos y la necesidad apremiante de postrarse ante la mole. Cualquiera pensaría que esta nueva adicción ha remplazado a la anterior, pero no es así. En realidad conviven ambas en el cajón de su mente, prisioneras en un cuerpo que se niega a dejarlas ir. En las noches, cuando los diablos secuestran su psiquis y lo asalta un deseo incontenible de satisfacer su vicio, es cuando más intensamente siente el mordisco en su estomago, cuando está más irritable, más inquieto. Entonces grita, aúlla, liberando la pesada carga que lo agobia, drenando los humores de su desesperación. Es la hora del sobresalto, del vacío, del encuentro consigo mismo, del choque con esa realidad que no puede evadir, que lo avasalla, que se le hace presente. Y es también la hora en que acude presuroso al muro, que lo espera silente, frío, ausente. Ante él se postra en muda reverencia, rindiendo vasallaje a su Señor de vidrio. En él se estampa, intentando traspasar su estructura, mimetizarse con ella, adentrarse en ese universo de colores, de tonos, de formas. Es en esa hora cuando siente que él y el muro son uno, pues entre ambos se tejió un lazo invisible que los mantiene unidos. Es entonces cuando toma conciencia que hoy, mañana y quizás por lo que le reste de vida será un amurado. EFO.