miércoles, 16 de mayo de 2012



EL NECESARIO TENER


Y es que todo hombre ha de tener su noche y su día. Su risa y su llanto. Su presente y su pasado. Todo hombre ha de tener su vida y su muerte. Su alborada y su ocaso. Sus ilusiones y sus desengaños. Sus amores y sus olvidos. Sus duelos y sus contentos. Sus luces y sus sombras. Sus éxitos y sus fracasos. Sus angustias y sus sosiegos. Sus farragosos dormires y sus placidos despertares. Sus sueños y sus vigilias. Su opulencia y su pobreza. Su dolor y su alegría. Todo hombre ha de tener una hora para llorar. Un espacio en su vida para vivir. Para sentir que todo se escapa. Que nada queda. Que en la fugacidad de las cosas está la esencia misma de la ansiada perdurabilidad. Ha de tener un pedazo de realidad a la cual aferrarse como ultima instancia y un trozo de fantasía donde refugiarse cuando la cotidianidad lo golpee con saña. Una isla donde naufragar. Un Díos a quien increpar. Un demonio a quien exorcizar. Un ángel en quien confiar. Un fantasma que lo asuste. Una utopía con la que soñar. Una fórmula para convertir. Un amigo con quien andar. Un crisol en el que fundir. Un conjuro que lo proteja. Una palabra mágica que lo salve. Un huerto donde sembrar. Una noche que lo arrope. Un día que lo desgaste. Un cántaro para beber. Una piel que besar. Una caja de recuerdos para guardar. Un candado para cerrar y una llave para abrir. Un monstruo para vencer. Un sueño que siempre lo visite. Una fosa profunda donde sepultar. Una nube para cabalgar. Todo hombre debe poseer una flor para oler. Una oración para musitar. Un Pegaso para volar. Un libro para leer. Unas cuentas que sacar. Unas deudas que cobrar. Un crédito que pagar. Un mapa que desplegar .Un odio que alimentar. Una ruta que seguir. Un espacio para ocupar. Un oráculo a quien consultar. Un relámpago de ira para domar. Un lecho para dormir. Un árbol para descansar. Un campo donde batallar. Un cuerpo doliente. Un alma sufriente. Un amor imposible. Un acorde que lo paralice. Un verso que lo transporte. Un recuerdo imborrable. Una esperanza latente. Un deseo insatisfecho. Un dolor profundo. Un cielo que ver. Un desierto que atravesar. Un mar que navegar. Un día para morir. Un tesoro que descubrir. Una luciérnaga que lo alumbre. Un niño que le sonría. Un báculo para apoyarse. Un espejo que lo refleje. Un juego que jugar. Una noche para llorar. Papel y lápiz para escribir. Y en el medio de todo eso un inmenso transitar que ocupe los espacios tediosos del día a día, del diario acontecer, del oprobioso vivir, del anunciado morir. EFO.






LOS AMURADOS   I


Los Amurados son prisioneros de sus circunstancias. El Drogadicto y El Borracho, levantaron con sus vicios sus propios muros. Otros llegaron a ellos por azar, como El Secuestrado. El Condenado hizo el suyo con esfuerzo propio, con los materiales que le proporcionó la falta que cometió, y La Monja lo fabricó por necesidad, para volver a encontrarse consigo misma.
El Viejo, El Loco, El Solitario, El Ciego y El Enfermo son víctimas de fuerzas poderosas que escapan a su control, que los colocaron frente a esas vallas; pero todos ellos están unidos por un hilo conductor, que los mantiene en ristra, ese hilo es el muro que los contiene.
Todos convivimos con un muro. Algunos lo tienen dentro, otros fuera. Unos lo edifican para mantener a otros afuera, mientras que otros lo hacen para mantenerse ellos adentro. Pero todos, óigase bien, todos somos Amurados; y esa condición, la de Amurado, no la conferimos nosotros, nos la da el muro que nos limita. EFO.

       



EL DROGADICTO

     
                                                                       
Apenas han pasado unas horas y ya siente en el estomago el picotazo de la angustia. Es lo más parecido a un mordisco, pero este, piensa, debe darlo una boca monstruosa que cubre toda su barriga. Es como si tuviese instalado cerca del ombligo un alicate gigantesco, que aprieta, aprieta y no deja de apretar. Sus manos buscan presurosas el timbre que cuelga cerca de su cama. Tras una breve escaramuza con las sábanas sus dedos lo aprisionan, lo pulsan con ansias. Como repuesta a su llamado una sombra blanca se recorta en el ovalo de la ventanilla que orada la puerta. El siente como lo mira, pareciera que lo espiará. Luego, al igual que llegó, se aleja, indiferente a sus gritos, sorda ante sus suplicas. Incansables, las manecillas trotan por la esfera, devorando segundos, persiguiendo minutos. Al fin se detienen en las tres. De nuevo la sombra ocupa el ovalo y en un parpadeo la siente próxima. El pinchazo de la aguja araña su brazo y poco a poco la laxitud se apodera de sus sentidos. La realidad se evapora, se volatiliza, fundiendo en una sola pieza tiempo y espacio. Estrenando sol se arrima al muro. Este es distinto a cualquier otro, a cualquier otra valla que separe ilusiones de realidades. Este es un muro que no circunda terrenos, ni marca distancia entre iguales. Es una pared cuya cara interior completa una habitación y su exterior es parte de la fachada. Esta formado por bloques de vidrio, de distintos colores, dispuestos simétricamente, uno sobre el otro, uno al lado del otro, constituyendo una unidad cromática que a veces sorprende por la simpleza de su belleza. Descubrió ese muro en su diario peregrinar por las distintas estancias que integran el pequeño hospital. Al traspasar un umbral fue fulminado por una colorida ráfaga de luz que le azotó el rostro. Asombrado, se detuvo a contemplar aquel universo de matices e inevitablemente atraído por su multiplicidad quedó atrapado en el. Y desde entonces lo visita cada vez que sus angustias se lo imponen. Herido de insomnio abandona la celda de su cuarto, y al abrir la mañana, el sol tropieza con su cuerpo fusionándolo a la pared, pigmentándolo, de rojo, verde, azul, amarillo y blanco, pintando con él un cuadro de gran formato en el que juguetean los colores, con su pelo, piernas, torso y brazos. Este muro es totalmente ascético, No tiene matas que lo adornen, animales que lo caminen, ni hongos que lo parasiten. No tiene ranuras, ni rugosidades.No es húmedo. Es seco. No transmite ningún sonido, pero atrae, embruja, fascina, posee, hechiza, domina. Es aditivo. Se hace recurrente. Crea necesidad, dependencia. Y por eso está él allí. Lo llevaron una tarde cuando ya no pudo resistirse al sortilegio de su adicción. Lo llevó su familia, o mejor dicho la que alguna vez fue su familia, pues la droga acabó con ella al minar las bases de la relación que los unía. Y desde ese día, hace ya un mes, está lidiando con la obligada abstinencia que le produce vómitos, diarreas, fiebres, nauseas, insomnio, ansiedad, fatiga, irritabilidad, agitación y ese maldito sudor frío que corretea por su cuerpo, asustándolo, pues parece que le sorbiera la vida. Frente al muro derrocha su tiempo, dejando que la luz que filtra lo empape de su arco iris. Este baño de color tiene mucho que ver con la hora del día. Al despuntar la mañana, el sol al chocar contra la pared, arranca jirones de luz a los bloques azules, confiriéndole tranquilidad, reposo. Al mediodía prevale el amarillo convirtiéndolo en un ser activo, dinámico. A mediados de la tarde cuando los rayos solares tocan los bloques verdes se muestra a la defensiva, alerta y cuando alcanzan los rojos se dispone al ataque, a la agresión. El muro se ha convertido en una obsesión. A el llega cuando se siente alterado, en busca de sosiego. A el se abraza en vano intento de robarle la energía cuando la fatiga entumece brazos y piernas. Al pie del muro yace como un animal en acecho y al muro ataca con furia, con rabia cuando la necesidad de droga lo posee como un espíritu satánico. En el muro exorciza a sus demonios. En el muro se encuentra con su Dios. Es el muro su consuelo y desesperanza. Su día transcurre entre la obligada rutina del Sanatorio que ata sus deseos y la necesidad apremiante de postrarse ante la mole. Cualquiera pensaría que esta nueva adicción ha remplazado a la anterior, pero no es así. En realidad conviven ambas en el cajón de su mente, prisioneras en un cuerpo que se niega a dejarlas ir. En las noches, cuando los diablos secuestran su psiquis y lo asalta un deseo incontenible de satisfacer su vicio, es cuando más intensamente siente el mordisco en su estomago, cuando está más irritable, más inquieto. Entonces grita, aúlla, liberando la pesada carga que lo agobia, drenando los humores de su desesperación. Es la hora del sobresalto, del vacío, del encuentro consigo mismo, del choque con esa realidad que no puede evadir, que lo avasalla, que se le hace presente. Y es también la hora en que acude presuroso al muro, que lo espera silente, frío, ausente. Ante él se postra en muda reverencia, rindiendo vasallaje a su Señor de vidrio. En él se estampa, intentando traspasar su estructura, mimetizarse con ella, adentrarse en ese universo de colores, de tonos, de formas. Es en esa hora cuando siente que él y el muro son uno, pues entre ambos se tejió un lazo invisible que los mantiene unidos. Es entonces cuando toma conciencia que hoy, mañana y quizás por lo que le reste de vida será un amurado. EFO.












EL ENFERMO


                                                                                               
Todo empezó un día, temprano al levantarse, cuando notó en su mano derecha una mancha mas clara que el color de su piel. Extrañado la palpó y más extrañado quedó al no sentir nada. Era como si hubiese perdido algo, como si de pronto la sangre no circulara por su dedo, pues no percibía repuesta alguna. Asustado, separó el dedo de la mancha y lo posó sobre su nariz. De inmediato esta le devolvió el contacto enviándole una pequeña onda de calor. Repitió el experimento, ahora con su oreja, y el resultado fue idéntico. Volvió a la mancha en su mano y otra vez la nada se posesionó del dedo. La nada y la lepra. De aquel tiempo ha pasado otro muy largo, tan largo que se declara incapaz de cuantificarlo. No sabe, a ciencia cierta, desde cuando está allí, o quizás lo sepa, pero no quiere saberlo. El lazareto se convirtió en refugio para su mal y único consuelo a su espíritu. Todos los tiempos transcurren entre las paredes del nosocomio y la gruesa valla de madera que marca distancia entre las vidas de seres distintos.
Hoy es jueves, día en que los enfermos salen a mendigar por el pueblo, pretencioso de ciudad, que con horror los ve desfilar por sus estrechas calles. A su paso puertas y ventanas se cierran presurosas y una lluvia de conjuros, imprecaciones y gritos cae copiosa sobre sus cabezas. Sus ojos escudriñan tras el burdo tejido de la capucha que cubre su rostro. Sus piernas impulsan, bajo la túnica de arpillera, un cuerpo cansado y al menor movimiento el tintineo de la campana que cuelga de su cuello pareciera acompasar su fatigoso andar, advirtiéndole a propios y extraños que un leproso se aproxima. Su olor pestilente ahuyenta a los animales, la visión de sus manos mutiladas, de dedos carcomidos por la enfermedad, dificultadas de asir un mendrugo o prodigar una caricia, asusta a las mujeres y suscita muestras de asco en los hombres. Hay mucho de morboso en este rito semanal que devuelve los lázaros a las calles y recluye los vecinos en sus casas; pero ambos bandos parecieran que desearan este encuentro: los unos exhiben los restos de sus cuerpos en franco desafío, como si culparan a los sanos por el mal que los aqueja y los otros espían ese horror con creciente curiosidad, casi con deleite, alegrándose de no ser ellos quienes llevan la muerte calcada en la piel. Al final del día, con el sol y sus miserias a cuestas la procesión de lacerados abandona las calles para, uno a uno, ser devorados por la pesada puerta del leprocomio. A salvo de miradas los enfermos se reencuentran con la realidad, se reconocen en su enfermedad y vuelven a ser ellos. Atrás quedaron las caras de miedo y las muestras de asombro. Aquí todos son iguales, todos asombran y todos meten miedo. El también se une y como todos los días, desde que llegó al hospital se acera al muro de troncos; con fruición bebe los últimos rescoldos de calor que el sol ha depositado en el y reconfortado toca los añosos leños que acostumbrados a su cuerpo lo dejan yacer adherido a ellos. De sus cuencas asoman un par de ojos vidriosos, de mirada lánguida, que mariposean sobre la barda. Poco a poco va enfocando su atención en las rugosidades de la madera. Desciende a la base del vallado, hasta donde nacen los rolos, para lentamente ir subiendo, metiéndose por sus múltiples caminos de musgo, adornados de coquitos, bordeando los hongos que los parasitan, viajando a través de las vetas y chocando con los nudos que obstruyen la ruta de las hormigas. En su peregrinar, a veces, la mirada cae en las ranuras que forman la separación entre los palos, deslizándose hacia afuera. Pero esa escapatoria fugaz es rápidamente controlada; a él no le interesa espiar allende la barda, su mundo está adentro de esta, el exterior le es ingrato, pues fuera se sabe distinto. Dentro él es normal, fuera es una deformidad, un fenómeno que espanta, un ser abominable. Corregida la distracción vuelve a centrar su atención en la cerca persiguiendo una hilera de bachacos que se empinan hacia arriba; al rato, cansado, desliza su cuerpo por la pared hasta quedar sentado, fundido al muro. Ya no lo ve, pero siente sus asperezas que le marcan la espalda. La valla es en realidad una sucesión de troncos clavados en la tierra, uno al lado del otro, que encierra un enorme terreno, en el medio del cual se encuentra el hogar de la colonia de leprosos, el Hospital de San Lázaro, un ruinoso edificio compuesto por tres barracones, de paredes de piedra y techos de madera, interconectados por un largo pasillo; pero para el es algo más que eso. La estacada es su salvaguarda, a ella acude trémulo cada mañana, en ella pasa las tardes y muchas veces las noches. Con el muro como escudo es fuerte, pues está escondido de miradas, protegido de frases maliciosas y a salvo de pensamientos malsanos. Al muro llegó un día cualquiera, como llegan todos los enfermos del hospicio, buscando apoyo para sus debilitados cuerpos,y una vez que descansó a su sombra entendió que nunca más se separarían. Junto al muro enterró sus esperanzas y vio morir sus sueños de un tiempo mejor. Junto al muro aceptó que nunca sanaría y poco a poco, acogió la muerte como compañera permanente, pues se supo muerto en vida. 
Al final del muro, anexa a la parte posterior del complejo, está la necrópolis de los lazarinos donde irán a parar sus huesos, aquellos que les deje el mal que lo devasta, pues los leprosos deben ser sepultados en cementerio aparte, nunca en cementerio común, cubiertos de cal viva y en tumba anónima, sin lápida ni cruz. Tan solo un ladrillo, con su número, marcará el lugar, indicando que quien allí reposa recibió muerte infamante. En ese camposanto ya reservó su espacio. Y lo hizo con mucho cuidado, a sabiendas que será el último que ocupará en la tierra. Lo escogió de frente y muy cerca de la barrera, para poder observar desde su horizontalidad la verticalidad del muro. Ahí se quedará, amurándose definitivamente, hasta que Dios, en su inagotable bondad, llame a los leprosos a su lado, quitándoles el estigma que el Demonio puso sobre ellos, derrumbando los muros que los limitaron en vida y que los separan en la muerte, desamurándolos. EFO.



EL VIEJO


                                                                     
Por más que quiere no puede recordarlo. Las imágenes se entremezclan al punto que todo parece una sola masa de recuerdos de donde resulta casi imposible extraer uno y aislarlo. Pese a intentarlo no logra precisar desde cuando su cuerpo ocupa un espacio en eso que todos llaman Hogar de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús. Sabe que está allí porque los otros se lo dicen pero no sabe desde cuando, no recuerda. Pareciera que es desde siempre.Vagamente se filtran por los resquicios de su mente pedazos de pensamientos que intentan retroraelo a una época que consideraba pasada. Los sonidos juegan con los olores y estos con la visión resultando imposible precisar algo dentro de esa maraña de sentidos.De una cosa si está seguro y es de la primera vez que se colocó tras el muro. Era una tarde soleada en que el azul del cielo parecía que se había tragado s todas las nubes; deambulaba por el jardín sin ningún interés especial, cuando de pronto se supo muy cerca de el. Fue como si alguien lo hubiera empujado hacia la pared. Sintió el roce áspero de la piedra, palpó su dureza y desde entonces quedó grabado en su mente el olor a humedad que rezumaba. Ese olor se le hizo inconfundible. Pareciera que lo llevara tatuado en su olfato pues desde ese día no ha podido dejar de percibirlo, aún cuando esté lejos del muro.Tampoco le ha sido posible divorciarse desde que se maridó con esa valla de piedra que se alza divisoria entre su realidad y otra que intuye familiar, pero que no puede precisar exactamente como es. Sólo siente que su necesidad de amurarse es recurrente, casi aditiva. Y ahí está otra vez, adosado a la pared. La cercanía de hoy es distinta a otras. Con su vista recorre las piedras como si buscara algo. Tiene que hacerlo porque presiente que dentro, fuera, cerca, sobre esas piedras palpita otra vida, que no ha podido descubrir, pese a llevar tiempo acechándola. Sus ojos cabalgan por el conocido camino empedrado, van tras la caravana de hormigas que sube desde los cimientos y se pierde en uno de los innumerables agujeros que ametrallan el muro. Su oreja se funde con la pared en busca de algún sonido familiar, así se queda largo rato hasta que el ulular de una sirena lejana lo devuelve a la realidad. Sus manos magrean las piedras, se deslizan por ellas como si quisieran comulgar con las pequeñas moles. Su tacto nunca le es familiar. Hay veces que las siente lisas, otras rugosas y cuando toca las de la base las sabe musgosas. Pero siempre son duras, imposibles de horadar con las uñas. Una vez, cuando el rumor del viento le trajo los aires de una música conocida, se aferró a la pétrea superficie con angustia y recibió a cambio un rasguño que casi inmediatamente se transformó en gotas de sangre que se deslizaron por su mano y tiñeron de carmesí las pequeñas matas que crecen en las juntas.
Desde esta mañana, está oyendo arrastrar de pasos que se persiguen presurosos. Algunas veces cree que se juntan, otras los intuye raudos, veloces, lanzados en carrera, como felices de poder alejarse. El piensa que algo está pasando porque la calle no está tranquila. Hoy, como nunca, el ruido de los motores asorda el muro. El bloque de sonidos es como el gemido de una criatura que nunca ha visto pero a la que imagina monstruosa. Hace rato creyó percibir las voces de una pareja, una mas aguda que la otra. Pero de eso hace rato, ahora no escucha nada. Ni siquiera, como otras veces, su propia voz interior. En vano aguza el oído. Cansado ya de tanto esfuerzo inútil y convencido que nada pasa se despega del muro. Su cuerpo inicia el repliegue cuando de pronto la voz aguda vuelve a abrirse paso hacia su conciencia. Esa percepción le alerta el recuerdo y se ve a si mismo, no sabe donde, ni precisa cuando ni con quien reflejado en el limpio cristal de unos ojos esmeraldinos. ¿Eran otros tiempos? ¿Era otra vida? ¿O simplemente alguien le dijo eso y ahora el lo recuerda y por ósmosis lo asimiló como propio? No lo sabe. En todo caso no tiene ningún sentido hurgar en el pozo de su mente en busca de algo que dejó de interesarle hace mucho tiempo, pues hace mucho tiempo que un vacío se instaló en su alma y como una pena infame le corroe el pecho. A veces lo siente próximo y es cuando más lo lacera. Es como si un cuchillo filoso se abriera paso en su carne tasajeándola, mutilándola. A veces lo siente remoto y es cuando menos lo lastima. Es como una niebla que lo amortajara. Como una costra de sucio que no supiera como limpiar. Pero por ser remoto pasa pronto y sólo queda como una especie de patina que lo cubre todo. Y es entonces cuando tiene la sensación que ya no es nada de lo que fue, si es que alguna vez fue algo. Es entonces cuando se adosa al muro buscando compañía. Su frágil cuerpo se pega a la piedra en vano intento por fundirse a ella, tratando de mimetizarse para así sentir menos el latigazo de la soledad. El muro lo siente necesitado y lo cobija a su abrigo. Le transmite calor y le prodiga sombra. Es en esos momentos, al no sentirse parte de ese jardín sembrado de fantasmas, cuando más se reconoce como una prolongación, como otro elemento de ese muro que hace ya tiempo lo absorbió, es cuando más sabe que para siempre será un amurado. EFO.


EL LOCO


                                                                                      
El graznido de la sirena hiere certero la tarde que poblada de otros ruidos se diluye en medio de la ciudad que convulsa. Rápido, como rápida tiene que ser la muerte, el vehículo serpentea en el tráfico de la hora. Entre esguinces y frenazos va avanzando a trozos y poco a poco se acerca a la blanca pared. 
Detenido en el tiempo su cuerpo inicia un viaje hacia el hoy nuevo proceso de transmutación, poco a poco sus manos se alargan, como tentáculos y sus piernas se enroscan, como sarmientos, su cabeza se estira hacia arriba y su torso se ensancha. Sin poder evitarlo su cuerpo va adquiriendo otra forma, ahora es un animal, que agazapado espera, acecha y luego es un vegetal que hunde las raíces de sus pies en la tierra áspera que los atenaza, empujándolos hacia abajo, en busca de lo insondable. Hace dos días se convirtió en una cosa, primero era cuadrado, luego redondo y finalmente la periferia de su cuerpo se hizo informe y allí se quedó, cree el que por mucho tiempo hasta que despertó otra vez convertido en lo que cree ha sido siempre: alguien igual a otros alguiens con los cuales comparte espacio y tiempo. Para él ya no existen límites entre fantasía y realidad, pues todo el tiempo sus fantasías están fuera de su control y merodean a su alrededor, como buscando algo que no sabe exactamente que podría ser.
De pronto la ambulancia se detuvo. Dos pares de manos vuelan presurosas en busca de su cuerpo. Lo tienen. Lo aprisionan y se lo llevan en volandas hasta que el golpe seco de la puerta al cerrarse lo deposita en esta nueva realidad.
Sentado en la cama ve llegar las figuras. Lo miran. Lo tocan. Le hablan. Depositan un gettone de Valium en la ranura de su boca. Despacio , con pasos de góma espuma, sus miembros se van haciendo blandos. Pareciera que no le pertenecen. Todo desaparece como tragado por una bruma pegajosa que abotaga sus sentidos y amarra pies y manos. Incapaz de oponer fuerza alguna a eso que lo avasalla cierra los ojos, se deja ir.
Amaneció otro día. El sol se diluye por la tela metálica que recubre la ventana del cuarto, invitándolo a asomarse. Y lo hace. Y de pronto, sin darse cuenta ha cambiado de lugar nuevamente. Ahora su cuerpo está tendido junto al muro. Es un muro blanco, de un blanco lechoso, que circunvala un mediano territorio donde conviven en odiosa promiscuidad el edificio del sanatorio, un pequeño parque con árboles dispersos, poblados de pájaros y una raquítica fuente que con asmático gorgoteo amenaza con ahogarse.
Acostado cerca del muro inicia un repaso de si mismo. De su mundo. De ese mundo que tuvo que crear para sobrevivir. Un mundo sin sentido, un mundo fragmentado, que hizo con pedazos de realidad porque su mente no se integró. Ese es su único mundo, nada agradable, nada cómodo. En el se siente atrapado en experiencias dolorosas y desgarradoras que no puede superar pero que tampoco puede ignorar, como sus delirios y alucinaciones, que son repuestas que encontró ante lo que parecía sin sentido porque nadie se lo explicó. Fuera de eso nada es válido. No existe. Dentro de él no hay nada y en el exterior algo que no comprende, pero que toca, oye y ve.
Sus ojos se dilatan por la blancura del muro, del que nada distingue pues no hay nada que mirar; ni siquiera percibe pequeñas imperfecciones o alguna fisura que le permita intuir de que y como está hecho. Larga, alta, la estructura manifiesta su dominio sobre seres y cosas cercanas. Tras él todo está vacío, fuera de él otro universo desconocido, nunca imaginado viaja por calles y avenidas. Y dentro de esas dos realidades sobre existe lo único que salva a su psiquis de morir: su locura. Y así ve pasar a Cronos, observa como su delgada sombra se proyecta en las paredes del hospital, se extiende por la grama y choca contra el muro que indiferente recibe el impacto. Este muro es insensible. Su función es servir de barrera de contención a cualquier indicio de sensatez. Está hecho y puesto allí para reprimir, homogenizar, mantener ideas y enfermos en su lugar. Y allí está él, en su lugar. En medio de la nada. Donde siempre ha estado. Para él no hay cambios. No siente diferencia entre comer, dormir o yacer cerca del muro. El cosifica los significados, no entiende las metáforas, no acepta la ironía ni el sarcasmo, no se ríe de los chistes y nunca aprendió a bailar él es, y siempre será, un amurado. EFO.



EL CONDENADO


                                                                                                    
Lentamente, arrastrando los pies, como si una manea invisible le impidiera caminar se va acercando al muro. Hoy no es igual que ayer. Pareciera que hoy no quisiera amurase, pero algo lo obliga. Es como si su cuerpo entero se lo pidiese y paso a paso se acerca hasta que al fin sus manos tocan la pared, que gigantesca se empina sobre su cabeza en busca de los alambres de púas que la coronan. A ambos extremos del muro, sendas garitas se yerguen amenazantes. Los faros que fungen de únicos ojos se debaten entre sus celdas de cemento que lucen los cañones de las ametralladoras como si fuesen abalorios en el cuello de una mujer. Hace tiempo que cohabita con este muro. No sabe exactamente cuanto porque el tiempo dejó de contar cuando lo sentenciaron a morir tras las rejas. Pero si recuerda como comenzó su relación con la barrera. Al igual que todos los días y como todos los presos, vagaba por el patio, cuando inadvertidamente sus manos tocaron el muro. Fue una sensación extraña. Sintió como si se tratase de un organismo vivo al que hubiera palpado. Le supo tibio al tacto, liso, terso, como una piel recién lavada. Sorprendido se separó del muro, pero inmediatamente sintió la necesidad de volver a tocarlo. Y lo hizo. Y la misma sensación de calidez se apoderó de nuevo de su cuerpo. El muro está vivo, pensó. Pero enseguida desechó la idea. Se rió de si mismo y se preguntó si no estaba volviéndose loco. Desde ese día ha venido a diario a la valla que se sabe deseada. El conoce el muro a fuerza de tanto tocarlo. Es capaz de distinguir las sensaciones que de el brotan. El muro no se siente igual en toda su extensión. En su fantasear el lado izquierdo de la pared es idéntico al cuerpo de una mujer, no es completamente liso como el centro o el lado derecho. Piensa que si levanta las manos por encima de su cabeza puede tocar el cuello para desde allí descender hacia dos pequeños promontorios que asoman tímidamente y que nadie sabe porque están allí, salvo que los hayan puesto para recordar a los condenados la suavidad de las turgencias femeninas. Al dejar correr las manos hacia abajo, en loca carrera, en busca de un imaginario pubis, casi puede sentir la depresión de la cintura para después descansar en dos salientes paralelos que semejan la redondez de las caderas. En el centro, el muro es liso, completamente liso y tan suave que no parece concreto, sino terciopelo. Esta parte del muro se siente como las piernas de una muchacha cubiertas de un fino vello, tan fino que parece la pelusa de un durazno. Y finalmente el lado derecho es idéntico a las manos, surcado por una especie de canales que semejan largos y elegantes dedos. El muro tiene vida propia. Al tocarlo pareciera que respondiera a la presión que sobre el se ejerce. Si se le golpea con violencia responde con acritud, devolviendo el golpe. Si por el contrario tan solo se le roza, acariciándolo, deja escapar una onda cálida que envuelve y persiste un rato después de haberse roto el contacto. El muro no transmite sonido alguno. Es tal su densidad que los ecos de voces y ruidos, provenientes del exterior, rebotan en su superficie, devolviéndose intactos, como si nunca hubiesen sido tocados. Pero el muro es sensible a los cambios. Cuando llueve se torna sombrío. Repele la proximidad. Es como si sintiera que no puede transmitir nada de si mismo y se encerrara en una coraza que lo protegiera. Si por el contrario el solo brilla, reluce, invita a acercarse. Al caer la tarde, cuando comienza el eterno duelo entre sombras y luces, permanece inmutable. Ni acepta ni rechaza el contacto, tan sólo lo mantiene. En la noche, cuando la luna pinta jirones blancos sobre su cuerpo, lo invade una inquietud, se convierte en un ente abstracto. Se le siente ansioso como si quisiera escapar de sus cimientos e iniciar un viaje quien sabe adonde. El juego de blanco y negro lo despoja de su realidad, cambiándolo por algo misterioso, a lo que da miedo acercarse. Pero no es por miedo que ahora no sale al patio, que no se acerca al muro. Hace días que lo espía desde la pequeña ventana de su celda a través de la cual divisa su uniforme silueta. No quiere tocarlo. Presiente que si lo hace ya no podrá despedirse y eso es lo que tiene que hacer: despedirse. Dejar de verlo. Nunca más palparlo. El muro intuye su partida. Al asomar el día refleja el brillo del sol encegueciéndolo, invitándolo a abandonar su celda. En las tardes lo provoca con su sombra, como pidiéndole que repose junto a su lado. Y en las noches deja escapar un aliento húmedo, palpitante, como el de una hembra ansiosa, incitándolo a unirse. Pero pese a todo, él se mantiene firme. No abandona su claustro. Quiere hacerlo pero sabe que no puede, que el momento de irse se acerca sin prisa, sin pausa, inexorable, pero que aún no ha llegado.

El reloj marcó su hora. Su tiempo se hizo presente. El débil crujido del cuello al ceder, bajo el tijeretazo de la cuerda, y el golpe seco contra el suelo, al recibir el cuerpo, partieron en dos el silencio del día que nace. Por última vez su ojo reflejó el muro en mudo adiós. El muro también lo sintió irse y aceró el suave gris de su piel en señal de despedida.

Hoy es otro día. El muro amaneció insinuante, cautivador, lascivo, acechante. Sin darse cuenta otro reo se aproxima a la pared que lo espera expectante. Sus dedos se posan sobre ella y ella responde al contacto. Asustado, el hombre se separa, para luego, curioso, volver a tocar la valla. Hoy amaneció un nuevo amurado. EFO.





EL SECUESTRADO


Hace ya mucho rato que está pegado al muro. Recostarse contra el se ha vuelto una costumbre pues le proporciona un soporte que lo estabiliza, es como si su cuerpo estuviera suspendido en el aire y su único punto de contacto con la tierra fuera el muro.
Viajando en su plateada carroza el recuerdo se posa sobre el espacio vacío de su mente y allí permanece, primero quieto, luego poco a poco se agita hasta formar un torbellino. Como en una fantasmal danza las imágenes se suceden unas a otras. Ora es niño, ora es adulto. Ayer se casó, y después se divorció. Se mueve inquieto. El muro lo siente y responde dejando que se deslice hacia uno de sus rincones. 
El muro no es largo, tampoco es muy elevado. Es una estructura de bloques de cemento de poco mas de tres metros de alto que forma un cuadrilátero en un espacio no superior a los doscientos metros cuadrados. Al muro se llega franqueando una puerta que da a esa casa que no ha abandonado desde hace ya más de dos años. El conoció el muro hace tiempo. De eso lo único que recuerda fue la orden seca, impersonal del custodio quien a empujones lo llevó allí. Desde entonces le permiten pasar fuera cuatro horas diarias. Es un ritual que se cumple matemáticamente salvo los días que llueve, que afortunadamente no son muchos. 
Al muro se arrimó protegiéndose del sol, buscando un respiro al calor y poco a poco lo fue conociendo. Observaba como el astro caminaba sobre los bloques que conforman su estructura, dejando a su paso una mancha de sombra. Este conocimiento le resultó muy útil, pues gracias a el ahora se desplaza siguiendo el recorrido solar, aprovechando al máximo la mancha que queda. Otras veces, prefiere exponerse a la resolana. Como los lagartos, abre la boca, para atrapar el calor en vano intento por atizar el rescoldo de su otra vida que amenaza con extinguirse muy dentro de si. 
Hubo una época en que vio al muro como un medio de escape y pasó muchos ratos calculando su altura y detallando los resquicios en busca de posibles apoyos para iniciar el asenso. El límite es el cielo. Adosaba su oreja a la pared en busca de sonidos, voces, ruidos, que le permitieran hacerse una idea de cómo era el espacio allende el muro. Pero la valla no respondía. No filtraba nada. A veces creía oír voces y se esperanzaba, pero pronto se convencía que esas voces provenían de si mismo, que eran los gritos de su propia angustia. Conforme pasó el tiempo se dio cuenta que el muro era algo en medio de la nada. Que había sido construido allí para encerrar nada de la nada que lo circundaba. Se resignó a eso.
Un día le sucedió algo extraño. De pronto sintió que no estaba solo. Al intentar evadir el sol divisó en uno de los orificios del muro unos pequeños ojos que parecían mirarlo. Y así era. La criatura no se intimidó con su presencia. Alargó la mano hacia ella y el animal desapareció, como tragado por el agujero. Pero su ausencia fue corta. Nuevamente sacó su cabeza por el hoyo. Esta vez se quedó quieto. Solo lo miró. Al otro día el pequeño reptil asomó ya no su cabeza, sino parte de su cuerpo fuera del agujero. El estaba preparado. De su magra ración de desayuno había guardado un pedazo de pan que depositó cerca del animalito, que lo tomó presuroso, mordisqueándolo con fruición. Quizás mañana vuelva. Puede ser el comienzo de una larga amistad. Sus sentimientos frente al muro han cambiado después de ese encuentro. Ya no lo siente indiferente, lejano a su tragedia, ahora lo ve como una estructura capaz de albergar otros seres. Como un edificio de apartamentos donde conviven, aún sin conocerse, una multiplicidad de gente. Es como si estuviera vivo, como si dentro de sus entrañas existiese otro mundo. Y en realidad es así, de ello da testimonio la larga hilera de bachacos que diariamente recorren su extensión, en un viaje que pareciera no tener destino final. Los bachacos comparten el muro con las hormigas y estas a su vez lo hacen con un sinnúmero de insectos que van desde arañas, hasta escarabajos y grillos. Cada uno de estos grupos ocupa su propio espacio en la pared y de vez en cuando alteran su paz al iniciar sus mortales guerras. El ha sentido los efectos de estas batallas. Ha visto como las hormigas devoran a grillos y bachacos y como estos hacen lo propio con los escarabajos. El ha sentido cada mordisco en su propia carne y se ha visto morir día a día. Desde que en forzado viaje abandonó familia, amigos y sociedad ha estado muriendo poco a poco. La soledad ha sido su eterna compañera. Es como una enorme lengua que lamiera todo su ser noche y día. El recuerdo es algo que quisiera evitar, porque lastima, cuando toca de cerca, pero que no puede evadir, pues aviva la esperanza y lleva sosiego. 
Ayer fue igual que hoy y hoy será idéntico a mañana, de allí su necesidad de amurarse, de buscar compañía entre seres morfológicamente distintos que le permiten acercarse a sus vidas, sin aparentemente percatarse que él existe, que los espía, que sufre con sus derrotas y comparte sus victorias. 
Para él el futuro no cuenta pues a fuerza de parecer incierto se ha ido desdibujando y ya ni siquiera es un débil punto. El pasado dejó de ser tal al convertirse en una carga de la cual quisiera deshacerse para no tener que llevar su peso a cuestas. El está parado en el presente, aferrado a las diarias horas que conforman su hoy, dejando que transcurran sin poder hacer nada para transformarlas. Su mundo se ha convertido en el mundo del muro. Frente al muro: analizándolo, observándolo, espiándolo. Tras el muro: intuyéndolo, presintiéndolo, deseándolo. Dentro del muro: compartiendo con sus anónimos pobladores espacio y tiempo. A eso se ha reducido su vida. El se ha transformado en un ser más de los muchos que habitan el muro. El es hoy y quizás por mucho tiempo más un amurado. EFO.




LA MONJA



El badajo al chocar contra las paredes de bronce multiplica el tam, tam de la campana que llama a la oración nocturna. Hace rato que abandonó el camastro y ciñó a su cintura el cordón que sujeta el hábito que oculta sus formas. Hace rato que sus pies se mueven, absorbiendo las losas del piso. La sombra de su figura se funde con las otras sombras de las otras figuras formando una larga hilera que marcha en procesión, rumbo a la capilla, cuya puerta semeja una oscura boca que delira por tragarla. Después de esta hora de oración vendrá otra hora de oración y luego una de meditación y posteriormente otra hora de meditación y así como si estuviese montada sobre una gigantesca noria gira su vida día a día, noche a noche. Desde que asumió el claustro como su razón de ser ha sido siempre así. Una hora es igual a la otra y muchas de ellas repartidas entre luces y sombras forman un día igual a otro. Rueda la noria. A veces lentamente, otras rápido, tan rápido que su propio asombro la sorprende sin poder precisar cuando comió o en que tiempo realizó su labor en el huerto que verdea separado por un muro del resto de las edificaciones que conforman el convento. El muro es una pequeña barda de piedra, un poco más alta que un hombre, que se extiende a lo largo de un terreno sembrado de hortalizas donde diariamente las monjas cumplen su labor. Es un muro antiguo, vetusto, musgoso, de piedras irregulares colocadas unas encima de las otras, sin orden ni concierto, puestas al azar. Hace poco terminó el rezo de esta hora y casi inmediatamente comenzó el trabajo. Ahora está parada frente al tablón de zanahorias. A ratos el peso de la azada se hace insoportable obligándola a apoyarse en el muro. Es un gesto maquinal que ha repetido muchas veces y que a fuerza de ser rutinario se ha convertido en ritual. Pero esta vez no es igual. No siente el muro como antes. Es como si de el emanara un vaho caliginoso que la envolviera, como si despidiera un aliento tibio que la acariciara, suscitando en ella sensaciones que sentía muertas. Es algo extraño, como un aviso inesperado que tensa sus sentidos. Sorprendida, se apoya en la azada y se despega del muro. El sonido de la campana anuncia que en breve comenzará de nuevo el rezo. Lentamente se encamina hacia su celda. En ella, segura está que salmodiando oraciones y sin pensar en nada más que no sea el amor a Dios sus sentidos se adormecerán. Pero no es así. La necesidad de arrimarse al muro la asalta de nuevo. Es más poderosa que sus deseos. Quiere tocarlo. Estar otra vez allí. Volver a sentir. 

Amado dueño mío, 
escucha un rato mis cansadas quejas
pues del viento las fío 
que breve las conduzca a tus orejas. 
Si no se desvanece el triste acento, 
como mis esperanzas en el viento. (1) 
Cogiome sin prevención, 
amor astuto y tirano,
con capa de cortesano
se me entró en el corazón. (2)
Estos versos de otra monja le son familiares. Los recitó otra vez, en otro tiempo. Sin proponérselo deja escapar las palabras que son absorbidas por el muro. La pared de piedra las traga una a una. Y en eso lleva ya algún tiempo. Todos los días le roba un espacio a la labor para confidenciar con el muro. Como si fuera un dique roto su corazón se ha abierto a este que la ha escuchado paciente. Por momentos le parece que la pared entiende lo que dice, pues a veces cree percibir extraños ruidos, que intuye como repuesta. Se recrea en la calidez de las piedra que tocan sus manos y ve como sus lagrimas desparecen en la valla, como si fuesen enjugadas por un pañuelo invisible. Poco a poco, sin darse cuenta, sin quererlo, el muro se ha convertido en parte integrante de su ser. Ya no oculta su desazón cuando se aproxima la hora del trabajo. Presurosa recorre el espacio que media entre su celda y el huerto. Rápido limpia la era, arranca los hierbajos, remueve la tierra y riega las plantas. Mientras mas pronto termine, más tiempo podrá permanecer pegada al muro, intercambiando confidencias, estableciendo reciprocidades, sintiendo como su proximidad le transmite consuelo, como cura sus heridas y le va devolviendo su vida. Su mundo cambió. Ni los rezos, ni las largas horas de meditación, ni la sagrada contemplación en la capilla le confieren la paz que anhela su corazón. Tan sólo el muro es capaz de transmutarla hacia el ansiado sosiego que grita todo su ser. Sólo el muro, con su magia irresistible, le hace sentir lo que ahora no quiere dejar de sentir. Sólo el muro la mantiene atada a las paredes del convento. El muro la alimenta día tras día, mes tras mes. Sólo el muro la fortalece, preparándola para la inevitable separación de su hoy realidad y su encuentro con ese futuro que preludia cercano. Pero aún no está lista para ese viaje. Todavía le quedan muchas horas, muchos días pegada al muro, confundida con sus piedras, entrañablemente unida a él, porque ella sabe, que ahora es y quizás por algún tiempo más será una amurada. EFO.


(1) Sor Juana Inés de La Cruz. Sentimientos de Ausente.

(2) Sor Juana Inés de La Cruz. Cogiome sin Prevención.



EL CIEGO.


Como si fuera la guía de una rueda el bastón va marcando el camino que sigue el brocal de la acera. A ratos, cuando esta termina, cae el palo abruptamente al medio de la calle. Prevenido, detiene su paso. Con el cayado tantea la nueva realidad y tras espiar los ruidos reanuda su andar, esta vez presuroso, hasta alcanzar la acera vecina donde el báculo bordeara otro brocal. En este nuevo espacio se siente seguro, cómodo, confiado. Con la mano izquierda, la que tiene libre, va rozando los muros de las casas que muerden la acera hasta detenerse en uno que le resulta amigable. Aproxima su cuerpo a la barda y comienza a explorarla. La toca con suavidad, palpando su contextura, regodeándose en su descubrimiento. Con sus dedos hurga en las ranuras, que forman las juntas de las uniones de bloques, como si buscara un secreto en esas alcancías de cemento. Pega su oreja a la pared, tratando de percibir algún sonido. Cansado de no escuchar nada reanuda su andar. Debe ser mediodía pues siente el castigo de la calina sobre su cabeza. Su paso es ahora más rápido, cualquiera diría que busca refugio. Y eso es lo que hace. Su mano libre vuelve a rozar los muros de las casas que desfilan ante ella hasta detenerse en uno. Este no es igual a los demás. El lo conoce. Otras veces ha descansado a su abrigo. Y hoy lo hará de nuevo. Recostado a la tapia que sabe recubierta de una hiedra, de suaves hojas y frágiles tallos, de esos que no estorban cuando tocan el cuello, se abandona a la frescura que de ella emana y se sienta a su vera. Deja que lo envuelva el aroma de la mata y satisfecho estira las piernas, para volver a recogerlas ante la cercanía de pasos que se aproximan. Codicioso estira la mano y recibe a cambio de su gesto una pequeña moneda que desaparece rápidamente en la caverna de su saco. Sonríe mientras recuesta su cabeza contra la barrera. Se dispone a escuchar el diálogo de los grillos que asordan su base. Estos deben ser grandes, pues chillan duro, murmura para sus adentros. De pronto una hoja se desprende y con pasos de valet se posa en el suelo, muy cerca de su mano. La sintió caer, pero no pudo agarrarla, el viento ridiculizó su gesto. Hay olor a comida. Goloso, visualiza el condumio en una mesa vecina. Para saber que comen no necesita ver, en realidad no puede hacerlo. Nunca ha podido, pues desde siempre la noche ha cubierto sus ojos. Le basta con oler, oír y tocar. Se dispone a dormir y deja que el sopor lo invada. Pero eso dura poco, el sonido de las cornetas y el fragor del tráfico lo sobresaltan. De nuevo está de pie sobre la cinta de macadam. Retoma sus pasos. Otra vez su mano izquierda roza los muros que le son aledaños. Una voz lo alerta. El conoce esa voz, forma parte del inventario de voces que le son familiares. El también conoce ese muro. Es una pared alta, perforada por tubos que muestran sus oquedades a la calle y que sirven para el desagüe del jardín. La pared está recubierta de lajas de piedra, cuyas texturas descifraron hace rato sus dedos, y que el cree de diversos colores. En varias de las uniones de las lajas han nacido matas de helecho, que mueren en verano y verdean en invierno. En sus ratos de ocio, que son muchos, ha pasado largas horas espiando las voces tras ese vallado. Las conoce tanto que puede identificar a sus dueños por sus nombres, a fuerza de oír como se vocean unos a otros. Cuando la tarde declina dos señoras, desgranan confidencias del otro lado de la barda. Son nimiedades, cosas triviales, ningún secreto que valga la pena, pero él está allí como testigo invisible de lo que se cuentan. Esta vez no se sienta. Permanece de pie con la oreja pegada al muro, aspirando las voces, sorbiendo los sonidos que traspasan la pared. Y así se queda largo rato, hasta que percibe pasos que se alejan doblando las matas de grama. Una nube de silencio se asienta sobre el muro. No se escucha mas nada, es como si una gasa gigantesca hubiera secado los sonidos. Pero el sabe que eso es pasajero. No se mueve. Espera. Y pronto su vigilia es recompensada. Nuevas voces chocan contra la pared. Esta vez son gritos de niños a los cuales les niega forma. Los sabe inquietos, ágiles, impacientes. No imagina como serían en realidad. Para el los cuerpos son voces. Por largo rato permanece escuchando hasta que al final se cansa y retoma el andar.
Su vida se alimenta de los sonidos que los muros le transmiten. A ellos les ha robado historias terribles, de odio y resentimiento también tristes, a veces dulces y a ratos alegres. Y él siempre ha estado cerca de las bardas para recoger esos testimonios que lo abruman. A cada una de las vallas le corresponden distintos episodios. Cada una tiene algo que contar, con protagonistas diferentes. A veces alguna enmudece. Cuando esto sucede le inventa un relato que sea afín con el muro. 
Para él los muros son todo. Gracias a ellos establece contacto con el mundo que lo rodea, y al cual siempre ha palpado, olido y oído, nunca visto. Con los muros vive su propia vida y la de ellos. Hay muros que han nacido y crecido frente a él. A esos los conoce mejor que a otros, pues sintió día a día su desarrollo, se alegró cuando algún detalle arquitectónico los embelleció y celebró cuando los concluyeron. A esos los siente como sus hijos. Por esos tiene especial afecto, con ellos pasa más tiempo, les habla, los acaricia, los quiere. Hay otros que desde siempre han estado ahí. Son como viejos conocidos. Centinelas del pasado, guardianes de sucesos pretéritos, custodios de la memoria de calles y avenidas. Entre los muros y él existe una relación intensa, es algo que transciende el mero hecho de tropezarse día a día, de ser compañeros en la misma ruta. Entre ellos existe lo que solo puede darse entre un muro y su amurado. EFO.

martes, 15 de mayo de 2012



EL CAMINANTE


El caminante recorre senderos de ilusiones. Lo hace con pasos rápidos, furiosos, ansiosos por llegar. El Caminante desanda veredas de dolores. Lo hace con pasos lentos, cansinos, demorados, temerosos de llegar. El caminante recorre rutas de realidades. Lo hace con pasos firmes, seguros de llegar.

El camino es una cinta larga que se extiende y toca el horizonte. El camino es una brecha estrecha que nos constriñe los pasos. El camino es hondura que nos desafía a penetrarla. El camino es una trocha empinada que se esfuerza en no llegar. El camino es un manojo de opciones, que se muestran tentadoras.

El caminante es peregrino del presente. El caminante es andariego del pasado. El Caminante es rutero del futuro. El caminante marcha con la soledad como compañía. El caminante cubre distancias con la angustia de sus propios pasos. El caminante otea acechante horizontes de lejanía que lucen inalcanzables.

El camino es espacio abierto, tendido hacia el infinito. El camino es un trozo de realidad que debemos recorrer. El camino es un largo viaje que estamos iniciando. El camino es una travesía que recién terminamos. El camino es un sendero pedregoso, abrupto.

El caminante es deseos de andar y voluntad para no desfallecer. El caminante es un puñado de desafíos lanzados al viento. El caminante es una apuesta a un porvenir que no llega. El caminante es jugador azaroso en una vía insegura.

El camino es un largo hilo que une. El camino es un cordón que nos vértebra. El camino es una ristra que nos ata. El camino es un plano de realidad que sentimos próximo, nuestro, que nos pertenece por derecho propio y que debemos de transitar por voluntad impuesta.

El caminante es la esperanza de cara al futuro, visionada en sueño, factible de convertirse en realidad. El caminante no tiene edad, no tiene rostro, no tiene forma; solo pies para andar, ojos para ver, y corazón para palpitar al ritmo de sus ilusiones; lo demás es exceso de equipaje, fardo inútil, peso muerto; nada bueno para el camino.

Los caminos son muchos y distintos. El caminante es uno solo. Cada caminante traza su propio camino. Lo escoge con cuidado. Planifica su viaje. Y una vez seguro se lanza a la ruta, se convierte en peregrino.

Camino y Caminante se funden en un mismo deseo: Ser, hacer, trascender, llegar. EFO.







LOS CUERPOS



Los cuerpos son cofres que solo abren quienes tienen la llave que cale en su cerradura. Son estructuras de textura diversa y forma variable. Pero todos tienen algo en común: se les puede sentir, palpar, oler, y oír. Los cuerpos son portadores de secretos. Esconden historias. Se podría decir que son estuches que guardan cosas. Todos tenemos un solo cuerpo, pero a lo largo de nuestra existencia solemos posesionarnos temporalmente de otros. Esa posesión, física o espiritual, puede ser individual, de un solo cuerpo o colectiva, de varios. Antes de nacer nuestro cuerpo habita en otro, vive allí. Al desprenderse de ese refugio temporal, pasa, por diversas razones, a ocupar espacio en las mentes y almas de otros, que lo acogen como propio, que lo quieren, o de cuerpos que lo aborrecen, para quienes no es grato. Esa forma de ocupar se mantendrá a lo largo de toda nuestra vida. Todo cuerpo contiene un alma y la unión de ambos conforma una unidad. Un cuerpo no puede ser considerado exclusivamente como un envoltorio. En realidad es algo más que eso. Se trata de un sistema integrado por una parte física y otra espiritual. Al albergar un alma, el cuerpo debe considerarse como el custodio de un ente. Su función es preservar lo que se le ha confiado. Entre cuerpo y alma existe una interacción. El cuerpo puede modificar el alma, purificándola, aquilatándola o envileciéndola, degradándola. Cuerpo y alma se contrapesan en busca de equilibrio, evitando desajustes que los lleven a los extremos. Los cuerpos son mortales, es decir perecederos. Una vez que han sido usados por un tiempo son desechados y sometidos a un proceso de autodestrucción.
Los cuerpos emiten sensaciones, con la finalidad de provocar reacciones, en otros cuerpos a los que quieren abrir. Los cuerpos fabrican sus llaves, en función de las repuestas que generen en los otros sujetos a ser abiertos. Esto es una doble vía, pues cada uno de los cuerpos interesados en abrir y ser abierto fabricará su llave con los materiales que produce y que recibe. Abrir un cuerpo para poseerlo no es tarea fácil. Para ello se requiere destrabar el cerrojo que el dueño original mantiene sobre la estructura que le es propia; la llave que se utiliza para eso puede estar hecha de compasión, deseo, dinero o de cualquier otro material. Solo un cuerpo puede abrir otro cuerpo. A veces, no tenemos la llave del cuerpo que deseamos y tenemos que conformarnos con dejarlo cerrado; cerrado para nosotros, disponible para otros. Es posible abrir un alma sin tocar el cuerpo y viceversa. No existen dos llaves, una para el cuerpo y otra para el alma. Es una sola pero al girarla hacia un lado, imprimiéndole determinada presión, abre el cuerpo y al hacerlo hacia el otro lado, con distinta presión, abre el alma. Al contrario de las almas conocemos el funcionamiento de los cuerpos, sabemos de que materia están hechos y quienes y como los hacen. A nosotros solo se nos permite fabricar la llave para abrir cuerpos. No existe un cerrajero universal de cuerpos. Ni una única técnica para abrirlos. Cada uno de nosotros somos hacedores de llaves y maestros en el arte de descentrabar cuerpos. EFO.






LAS ALMAS


Las almas son el objeto más preciado que tienen los cuerpos, son esencias intangibles, amorfas que viven dentro de ellos. Para abrirlas el proceso es similar al usado en los cuerpos: se necesita una llave, y esa llave tan solo puede tenerla otra alma. La composición de las llaves está directamente ligada a los intereses del alma a abrir. Hay almas infames que solo pueden ser abiertas por llaves hechas con la misma materia de la infamia (odio, envidia, celos, traición). Hay, por el contrario, almas que se abren al influjo de llaves elaboradas con amor, lealtad, sacrificio, esas son las llamadas almas superiores y generalmente su posesión, salvo contadas excepciones, le está vedada al común de los humanos. Son entes místicos, casi divinos. También existen almas que solo pueden ser abiertas con la llave de la compasión y otras, presas de gran exaltación, que solo ceden a la llave de la pasión. A cada unidad de cuerpo y alma, le corresponde una llave. Lo que varía es la técnica a emplear para abrir uno u otra. Las almas habitan en cuerpos, sin ocupar un espacio físico dentro de ellos, por eso no se pueden ver ni tocar, pero si sentir. Un cuerpo siente el alma que lo habita cuando nota cambios sustanciales en su propia naturaleza espiritual, en sus estados de ánimo. Un cuerpo sabe que su alma se siente bien, cuando él está en paz, cuando su mente reposa, no se agita, no convulsa. De igual manera puede advertir desajustes en el alma cuando es la tristeza, la rabia, la indiferencia u otras sensaciones son las que anidan en su corazón.
Las almas se meten en los cuerpos en el mismo momento en que estos son concebidos. Nadie sabe a ciencia cierta como. Por su nacimiento las almas pueden ser nuevas o viejas, estas ultimas son rotativas, transmigran, pasan de cuerpo a cuerpo. Se desconoce quien asigna el nuevo cuerpo que ocuparan, ni bajo que criterio lo hace. Lo único seguro es que las almas son inmortales, no pueden ser destruidas, pero si retiradas de circulación en forma temporal o definitiva. Si la desincorporación es temporal irán a una especie de archivo a esperar el nacimiento del otro cuerpo al cual están destinadas a habitar, pero antes serán sometidas a un proceso de borrado para eliminarle cualquier recuerdo anterior; si la desincorporación es definitiva irán al infierno o al cielo, ámbitos donde engrosaran los ejércitos del bien y el mal. Es por eso que Díos y Diablo luchan en la tierra por su posesión ya que de lo que se trata es de sumar fuerzas para la batalla final, acontecimiento del cual carecemos de información precisa sobre cuando y donde se dará. Es imposible cuantificar el número exacto de almas activas que existe y saber si son nuevas o viejas. De igual manera carecemos de datos confiables sobre la cantidad de almas que conforman cada uno de los ejércitos. Tampoco sabemos de que materia están compuestas y quien y como las produce. En realidad sabemos muy poco sobre las almas. Se podría decir que nuestro conocimiento sobre ellas es inversamente proporcional al que tenemos sobre los cuerpos. A nosotros solo se nos permite fabricar las llaves para abrir almas. No existe un cerrajero universal de almas. Ni una única técnica para abrirlas. Cada uno de nosotros somos hacedores de llaves y maestros en el arte de desentrabar almas. EFO.











LA MENTE




Nadie sabe que es y donde vive la mente. Hay quien dice que se trata de una entidad cuya posesión le corresponde al cuerpo. Para otros la mente es inmaterial y por ende el alma es su dueña. Son misterios que esperan ser desentrañados. Pero más allá de su pueril posesión la mente es algo vivo, que está dentro de nosotros, no sabemos exactamente donde, pero habita nuestros espacios. 
La mente es traicionera, escurridiza, astuta. Juega con la unidad que conforman cuerpo y alma y para ello fabrica unos elementos a los cuales hemos dado en llamar pensamientos. Estos pensamientos pueden ser de diversa naturaleza. Los hay buenos y malos. Los primeros son una especie de alimento para el alma y al igual que los segundos conviven con los sentimientos. Los malos por lo general alimentan al cuerpo. Si invaden los espacios del alma, la contaminan, pues son altamente tóxicos para ella.
Los sentimientos son sensaciones, emociones, algo que nos corre por dentro, pero que no podemos precisar por donde exactamente. Hay sentimientos oscuros, como el odio, la envidia y los hay puros como el amor y la compasión. También existen los intermedios, como la pasión o el deseo, estos son susceptibles a ser transformados en oscuros o puros, dependiendo de la naturaleza de los pensamientos que genere la mente, para lo cual se vale del cuerpo, al cual alienta, obliga a sentir, a ver. La mente gobierna desde un espacio desconocido y lo hace algunas veces con guantes de seda y otras con puño de hierro, pero siempre gobierna. Resulta imposible evadirla, desconocerla, hacer caso omiso a sus dictados. La mente puede corromper totalmente al alma, hasta extinguir de ella todo vestigio de bondad y a la inversa es capaz de purificarla, de llevarla a la santidad. También puede obligar al cuerpo a autodestruirse. 
No existe llave capaz de abrir la mente, ni cerrajero que pueda fabricarla. La mente solo puede ser penetrada por otra mente. Una mente extraña, que habita en otro cuerpo es capaz de invadir y posesionarse de otra mente y para ello se vale de los pensamientos, los cuales no pueden ser considerados como llaves. Estos le son inoculados, trasmitidos a la otra mente a través de un código oral, visual o escrito que al ser descifrado permite asimilados y convertidos en propios. Se trata de un proceso complejo que se da en toda la unidad. Las invasiones de mentes y su consecuente posesión pueden ser individuales o colectivas. Se han dado casos, a través de la historia, de mentes que han logrado posesionarse de manera simultanea de una gran cantidad de otras, quienes abandonan sus propios pensamientos para hacer suyos los de la mente invasora.
A veces la mente se obnubila con pensamientos propios o extraños, los cuales convierte en obsesivos, atando así la unidad cuerpo y alma a una idea fija, es lo que conoce el común de las personas como mentes enfermas.
En algunas oportunidades la mente se enferma realmente, perdiendo el control sobre los pensamientos. Estas enfermedades suelen ser definitivas y pueden ser congénitas o adquiridas. Cuando esto sucede se destruye la unidad cuerpo y alma ya que se genera un estado de anarquía al no existir ente controlador. La unidad enferma se denomina genéricamente como demente o loco. Las enfermedades mentales pueden ser muchas y adquirir diversas formas. Los mecanismos que rigen a la mente son variados y complejos, pero a nosotros solo nos es dado conocer muy poco, casi nada, sobre ellos. Debemos conformarnos con ser meros espectadores de procesos aún indescifrables como consecuencia de nuestra propia incapacidad para fabricar las llaves. No se conoce ni técnica única, ni cerrajero universal, ni maestro exclusivo en el arte de desentrabar mentes. Dicen que Hitler, Cristo, Mahoma y otros más obtuvieron exitos parciales, pero eso no está comprobado. EFO.








LA BOCA



La boca es una caverna, propiedad del cuerpo, ubicada en el lugar más bajo de la parte superior de este, exactamente al final de la cara. Esta construida de variados materiales y dotada de diversos órganos. Pero esto es solo anatomía. Lo verdaderamente importante es la función que cumple. Ella es la encargada de darle forma a los pensamientos, generados por la mente, para lo cual se vale de las cuerdas vocales, estructuras similares a las de una guitarra, cuyas vibraciones producen uno de los tres elementos que conforman las palabras:el sonido, los otros dos son intención y tono Las palabras son retenidas en la cavidad bucal hasta que la mente autoriza su salida. Para este fin la boca cuenta con una barrera de marfil, compuesta de treinta y dos unidades o piezas llamadas dientes. Los dientes contienen a las palabras impidiéndoles que salgan sin autorización o que lo hagan de forma anárquica es decir, en un orden distinto al que ha preconcebido la mente. La boca, como órgano generador de palabras, puede elaborarlas de acuerdo a diversos criterios utilizando para ello las papilas gustativas, pequeños sensores dispuestos en simétrica formación a lo largo y ancho de la lengua. La boca está en capacidad de producir palabras amargas, maceradas en dolor; palabras dulces, hechas con amor, palabras saladas, con sabor a lagrimas, confeccionadas con melancolía; palabras acidas, templadas con acerado tono; palabras suaves, sedosas; palabras hirientes, cargadas de odio o de rabia y por ultimo las de forma más elaborada: palabras sabias y palabras necias. Las palabras una vez que abandonan la boca dejan de pertenecer al cuerpo que las genera para ser posesión de el o de los cuerpos a los cuales van dirigidas, penetrándolos a través de unas estructuras colocadas a ambos lados de la cara denominadas oídos. En todo este complejo proceso juega un papel fundamental la lengua. A ella le corresponde la función de darles forma y consistencia, estirándolas y amasándolas. Una vez terminadas les da el impulso final para que traspasen el cerco de los dientes. Los labios son la última barrera de contención de las palabras al permitir o no que abandonen el receptáculo de la boca. Muchas veces, más de las que imaginamos, los labios, auto mordiéndose, han frenado una palabra, impidiendo su salida, por considerarla inoportuna o inconveniente, corrigiendo así hasta a la propia mente y salvando al cuerpo de agresiones externas provenientes de otros cuerpos. Las palabras son suceptibles a ser guardadas en unas gavetas llamadas Memoria, ubicadas en una sección de la mente, con la finalidad de recrearlas o simplemente reutilizarlas. Al principio este proceso era muy elemental, las palabras se guardaban tal y como eran pronunciadas, corriéndose el riesgo de ser borradas de la memoria por defectos de diseño de la memoria misma. Posteriormente, con la invención de la escritura, se pudieron archivar en unidades externas, ajenas al cuerpo llamadas libros,estando siempre disponibles para ser reproducidas, pero este método tiene el inconveniente de carecer de sonoridad, le falta entonación lo que le resta emoción. Finalmente, con el advenimiento de modernas técnicas, es posible guardarlas en su forma original, tal y como salieron de la boca, inclusive se puede ver, una y otra vez, al cuerpo que las emitió, detallando las expresiones y gestos con los cuales las acompañó al enfatizarlas.
La boca al producir palabras, una de las materias primas de las llaves, juega un papel fundamental en la fabricación de estas, único instrumento capaz e imprescindible para abrir o desentrabar cuerpos y almas.  EFO

L 






LOS SUEÑOS


Los sueños son visiones que nos asaltan desde niño. Imágenes que se instalan en nuestras mentes apenas nacemos. Que nos acechan, que nos espían, esperando el momento de presentarse, de mostrarse, de asumir su propia identidad. Fantasías que viven en el fondo de un escaparate vacío. Son como películas nunca imaginadas. Fragmentos de realidades que entrechocan con los deseos. Son proyecciones de lo que queremos, de lo que sentimos, de lo que nos atormenta. Los sueños están vivos. Viven dentro de nosotros. Salen de noche a recorrer los caminos de nuestra imaginación, a descansar a sus orillas. Son pequeños seres que van creciendo, tomando forma, desarrollándose, haciéndose grandes, fuertes, poderosos, incontrolables. Hay sueños persistentes, repetitivos, que nos visitan desde siempre, continuamente, como si quisieran decirnos algo. Hay otros que vienen y se van. No vuelven nunca. Y no pueden hacerlo sencillamente porque no los recordamos. No están en el archivo de la memoria. No podemos evocarlos. Son huidizos, babosos, resbalosos, inatrapables. Hay sueños de los cuales nos cuesta desprendernos. Despertamos y al volver a dormir se instalan de nuevo en nosotros. Son como una historia novelada. Los peores son los que nos atormentan, nos asustan. Escapan de lo más profundo de nuestros miedos y nos aterrorizan. Son como cuentos de terror. Son sueños negros, donde el miedo nos atenaza, dominándonos, impidiéndonos despertar, salir de ese espanto. Esos sueños se confunden con la realidad, se mimetizan con ella. Hay sueños rosas, son historias de amor en las cuales en algunas ocasiones actuamos nosotros mismos y en otras cedemos el protagonismo a otras personas. Los hay también de aventuras. En ellos emprendemos viaje hace regiones ignotas. Son viajes reales en los cuales desarrollamos un rol, desempeñamos un papel. Hay sueños eróticos, algunos los llaman húmedos, donde damos rienda suelta a los impulsos, satisfacemos ansias reprimidas, hacemos realidad nuestros deseos. También hay sueños locos, que cambian constantemente de escenario y trama, donde entran y salen actores, como si se abrieran y cerraran puertas. Son sueños frágiles, inestables.
Una sucesión de sueños cortos, distintos entre si, no siempre hace un sueño largo, coherente, vertebrado. A veces varios sueños cortos, seguidos, unidos lucen disparatados, sin sentido, pero al analizarlos nos damos cuenta que son una misma cosa, que tienen algo en común. Es como una historia contada por distintos personajes, desde sus respectivos puntos de vista. 
Nadie ha logrado jamás desentrañar el mecanismo que echa a andar los sueños. Nadie sabe como y por qué se producen. Nadie es capaz de explicar por qué a veces se sueña en blanco y negro y otras a full color.
Cuentan que hay sueños que se convierten en realidad. Esos son los que escapan a galope, los que atraviesan raudos las puertas de la utopía. Esos sueños son extraños, pero no por ello inexistentes. Son producto de nuestras ansias, de los deseos que nos mortifican. Dicen que esos sueños-realidad, son un raro regalo de los Dioses, y que nos son dados para mitigar nuestros dolores; pero hay muchos que piensan que los Dioses, son solo sueños, que nunca han existido o que murieron hace tiempo. EFO. 





EL TIEMPO


El tiempo camina con zapatos de algodón. Se viste de duende para espantar los recuerdos. Se ríe con risa de brujo. Llora con llanto de vieja. El tiempo visita a los enfermos de noche, cuando no pueden verlo, cuando más le temen. El tiempo viaja en carroza de plata, con ruedas de nubes. Se cobija bajo un manto de adioses. Apresura el paso con gritos de apremio. El tiempo vigila a la orilla de los caminos. El tiempo vuela con alas de mariposas. Se esconde en las rendijas de las puertas, en las cortinas de las ventanas, en el musgo de las cornisas. Juega con el olor de las rosas. Monta en el lomo de un venablo El tiempo arruga la faz de las madonas. El tiempo transforma sonrisas en muecas. Apergamina las manos. Seca los ojos. El tiempo impacienta a los ansiosos. Juguetea con los siglos Se come los días. Devora los años. Demora los segundos. El tiempo es viajero incansable. Caminante infatigable. Es ágil atleta. Asiduo peregrino. El tiempo lucha con la vida. Respeta la muerte. Es azote de vanidades. Juez de miserias. Verdugo de ilusiones. Es principio y fin, pero también intermedio. El tiempo habita en las piedras de las gárgolas. En las gargantas de los mudos. En los ojos de los ciegos. En el giro de las ruedas de las bicicletas. En los besos eternos de los enamorados. En los juguetes de los niños. En las voces de los que oran. El tiempo es una mancha de sangre en una espada rota. El apagado trino de un pájaro herido. La paciencia de un tigre en acecho. La bella destrucción de la ardiente lava. La angustiosa espera del condenado. La llegada inminente del fin de la vida. La alborada de un nacimiento. El febril trabajo de las hormigas. Las ansias de un avaro. Las urgencias de una pasión. El tiempo es pasado, presente y futuro. Es algo más que la suma de los días. Es algo menos que la resta de los años. El tiempo es una carrera permanente en pos de una meta que nunca se hace presente. El tiempo es paso lento tras un final siempre lejano. El tiempo es todo. El tiempo es nada. El tiempo vive en las páginas de los libros. En los pliegues de la ropa. En los silencios de las tumbas. En las puertas de los conventos. En las cruces de los caminos. En las risas de las muñecas. En el sepia de las fotografías. En la palidez de los santos. En las láminas de agua que la lluvia teje. El tiempo vive en el alma. En la mente. En la imaginación. En las esperanzas. En los relojes de arena. El tiempo es arcano. EFO.




EL FRIO


El frío de la muerte arropa con su mortaja los cuerpos insepultos. El frío de la noche se escurre por los agujeros, se mete entre las piernas, entra por los oídos. El frío de la tarde se cuela en las ranuras de los cajeros automáticos, avanza por la calle como una marejada, se desliza por las paredes y resbala por los escalones. El frío de la mañana despierta a los pájaros, magrea los cuerpos desnudos de las monjas, azota la cara de las estatuas, se abraza a las columnas. El frío del alma acompaña a la lluvia, juega con las sombras, acaricia los pesares. El frío del olvido se asoma por los ojos, se sube a los respiros, se estira en la mente. El frío de la lejanía se pierde en los horizontes, desanda los caminos, agota la vista. El frío de la indiferencia martiriza los sentidos, potencia la angustia, hace llorar el alma. El frío del odio come por dentro, roe por fuera, acaba contigo. El frío de la ira atiza el fuego de la destrucción. El frío de los recuerdos se aferra a las voces, yace sobre las miradas. El frío de los años corre por las aceras, pasea por las plazas, se detiene en las calles. El frío de la soledad evita la compañía, aleja los deseos. El frío del silencio enmudece el corazón., clausura las bocas. El frío del cuerpo acalambra los huesos, tulle las carnes, hiela los nervios. El frío de los sentidos nubla los ojos, tapa los oídos, adormece la piel, seca la boca, aletarga la nariz. El frío de los caminos entorpece los pasos, acorta la respiración, acelera los latidos. El frío de las ciudades se recuesta de los postes, se sienta en los bancos de los parques, se monta en los autobuses. El frío de los campos habita en los senderos, trepa a los árboles, se mece en el viento. El frío del pecado ensucia el alma, envilece el cuerpo. El frío del deseo encabrita las pasiones, desboca las ansias. El frío del miedo paraliza los miembros, detiene los pensamientos, trota por la espalda. El frío de las tumbas duerme de día, se abraza a la soledad, llora con los muertos. El frío de la niebla oculta el amor, esconde los deseos, tapa las pasiones. El frío de la locura se come la razón, destruye los pensamientos, trastorna la lengua. El frío del mal aniquila el espíritu, devora los sentimientos. El frío del vicio se adueña de la cordura, amiga con la vergüenza, esclaviza la mente. El frío de la lujuria domina el cuerpo, tiraniza el corazón. El frío de la vejez se come los años, devora los deseos, roba los sueños, acorta la vida. EFO


EL PECADO


El pecado habita las ventanillas de los confesionarios. El pecado se asoma tembloroso en las bocas. El pecado se esconde tras el reflejo de los ojos. El pecado vive en las mentes. El pecado camina con pasos ardientes. El pecado tienta con la promesa de cometerlo. El pecado hermana con la tentación. El pecado siempre es voluntario. No hay pecado inconsciente. El pecado mancha el alma, arruga el corazón. El pecado duele como una herida, arde como una quemada. El pecado es prohibido. El pecado, a veces, es dulce, a veces, es amargo. El pecado es vicio. El pecado nubla los sentidos. El pecado siembra dolores. El pecado esparce temores. El pecado es padre del arrepentimiento. El pecado asusta cuando se recuerda. El pecado complace al evocarlo. El pecado espera ser invitado. El pecado es deseado. El pecado es evitado. El pecado es sentido. El pecado es licor dulce, puñal que lastima, fuego que abrasa. El primer pecado es tímido, los demás son groseros. El pecado recurrente es obsceno. El pecado solitario es un deleite. El pecado compartido es cómplice. El pecado colectivo es un infierno. El pecado pide perdón, para poder volver a pecar. No hay pecado inocente. El inocente peca por ignorante. El pecado no tiene excusas, no las necesita, no las busca, no las quiere. Cuando se peca a conciencia se disfruta pecando. Hay un universo de pecados, tantos que no pueden decirse sin pecar. El pecado es repetido, es cometido por personas distintas, de maneras distintas. No hay pecado único, ni pecador ingenioso. El pecado no se inventa. El pecado es eterno, no muere, existe desde siempre. Desear pecar es pecado. Pecar pecando es un gusto. Amar el pecado es pecar. El pecado es obsesivo. El pecado es compulsivo. El pecado ilusiona con el delirio de cometerlo. El pecado es idea que fascina, es ilusión que atrae. Los ángeles pecan de soberbia luchando contra el pecado. El pecado no es obra del mal, el pecado es el mal. El bien vence al pecado y el pecado destruye al bien. Es iluso y vano hacer una lista de pecados. Muchos creen que inventan sus pecados. Pecar es un acto de conciencia. Solo yo puedo decidir que es pecado y cuando lo cometo. El pecado es personal, es creación de nosotros mismos. Mi pecado es distinto al tuyo, así sea el mismo. En el mío hay otra intención. En el tuyo otro motivo. El pecado es sueño que trastoca en pesadilla. Se peca siendo pecador y al pecar te conviertes en pecador. EFO.








LA SOLEDAD


La soledad es compañera del desamor, amiga de la amargura, hermana de la ausencia. La soledad es fría tela que te amortaja, tenebroso manto que te cubre, espesa niebla que te tapa. La soledad es una niña que crece con los años. La soledad te acompaña en medio de las multitudes. Se aposenta en tu espíritu. Se adueña de tu alma. La Soledad camina a tu lado, se acuesta contigo, come de tu plato, se viste con tu ropa, está ahí. La soledad es una pesada carga, alguien no invitado, un intruso, un huésped no deseado. La soledad vive en la vida. No tiene fecha de nacimiento, ni se cubre con epitafio. La soledad, la verdadera soledad, aparece sin aviso, llega de improvisto, cuando menos la esperamos. Hay soledades que buscamos. Esas son transitorias, son soledades del cuerpo. La soledad, la verdadera soledad, la del alma, no se convoca, la deja las reminiscencias de lo que existió, de lo que formó parte de nosotros, de lo que nos negamos a olvidar. La soledad es una falta de casi todo. Es un vacío, un hueco insondable, que no podemos llenar con lágrimas. Toda lucha contra la soledad es estéril porque ella decide cuando se va. No está en nosotros desterrarla, ella nos abandona. Un día, cualquier día, despertamos y no la sentimos próxima. Nos alegramos de su falta, nos alborozamos con su no presencia. Pero es alegría vana. Su partida no es para siempre, ella seguirá acechándonos, nos cubrirá como una sombra intangible. Estará allí, muy cerca, esperando el momento para volver a instalarse, para volver a habitarnos. Si se va, volverá. Lo hará cuando sintamos de nuevo la ausencia de algo que ocupó un espacio, que vivió en el tiempo, que formó parte de nosotros mismos. La Soledad es persistente. No se detiene. No se aparta. No deja de luchar. Batalla, acosa, persigue. No da tregua. No concede descanso. Guerrera incansable casi siempre corona su victoria. Se adueña de nosotros. Nos mina, nos debilita. Aletarga nuestra voluntad. Nos desarma, nos toma por asalto y al final nos posee. Cuando eso sucede se convierte en anexa, en inseparable. Rige los días, tiranizando nuestros deseos, estableciéndonos pautas, obligándonos, sometiéndonos, haciéndonos pensar que es inevitable, que no tenemos cura. La guerra contra la Soledad es cruenta, larga, difícil desalentadora, pero la tenemos que pelear con la ilusión de vencer, aunque en ella nos partamos en pedazos y al final nos quedemos solos. EFO.




EL OLVIDO



Con sus pasitos de marioneta el olvido viaja sobre los recuerdos. Se entreteje con los sueños, parasita en las voces, nubla los sentires. El olvido es como una inmensa venda que nos va cubriendo poco a poco. Como un trozo de lana que nos arropa cuerpo y alma. Que nos sofoca, nos ahoga. El olvido es espeso como una sopa de huesos. Como agua pantanosa. Como aire cargado de ruidos. El olvido es pastoso. Camina lento. Se deja llevar. El olvido entra por los oídos. Borra los sonidos. Mata las voces. El olvido se asoma a los ojos. Pinta de blanco el pasado, lo va disolviendo, lo fragmenta, lo diluye. lo acaba. El olvido se mete en la piel. Esconde los calores. Matiza los fríos. Suaviza lo áspero. El olvido sube por la nariz. Borra los olores. Irrita los sabores. El olvido es la muerte en vida. Hay dos tipos de olvido: El nuestro y el de los otros. El nuestro puede ser voluntario o inconsciente. Si es voluntario lo provocamos. Hacemos el esfuerzo para crearlo. Lo alimentamos. Lo dejamos crecer. Lo ayudamos a desarrollarse, a vivir. Nunca le damos descanso. Si es inconsciente no recordamos cuando nació. Nos va invadiendo poco a poco. Desdibujando las añoranzas. Crece al garete. Sin orden. Sin un plan. El olvido de los otros pesa sobre nosotros. Nos sepulta en la nada de otras mentes. Nos borra de la visión de otros ojos. Nos expulsa del cofre de sonidos de otra gente. Nos va pintando de invisible. El olvido, a veces es dulce. Se posa sobre nuestra alma como un ungüento. Viene a calmar nuestros resquemores. A apagar nuestros odios. A curar nuestras heridas. El olvido a veces es cruel. No duele cuando aparece. Nos duele que nos duela que nos olviden. El olvido a veces es indiferente. No nos importa que nos olviden. No nos importa olvidar. Reclutamos los dolores, lo perdido, lo vivido para enterrarlos en la nada, donde mora todo lo que no existe. Lo que murió hace tiempo. Lo que desapareció. Lo que se acabó. El olvido a veces es interesado. Nos interesa olvidar lo que nos lastima, lo que nos hace daño. Lo que no queremos tener presente. Nos conviene olvidar para no tener que volver a vivir lo vivido. Para no tener que citarnos con el pasado. El olvido es capa tras capa de sueños rotos. Capa tras capa de besos secos. Capa tras capa de amores muertos. Capa tras capa de dolores sentidos. El olvido son ojos que se cierran. Bocas que no se abren. Oídos que no oyen. El olvido es morir y algo más. Es dejar de vivir en nosotros y en la vida de otros. EFO




EL DESEO


El deseo es marejada que crece. Llama que calienta. Remolino que agita. El deseo es necesidad sin satisfacer. Preguntas sin respuestas. Potencia, pero nunca acto. Ganas de hacer, de tener. Gritos sin ecos. El deseo es ola que se encrespa. Viento que aúlla. Rayo que alumbra. Facón que hiere. Furia desatada. El deseo es fuerza incontrolable, es calor que escala las rodillas, sube por los muslos, se enrosca en la cintura y anida en el corazón. El deseo es impulso que mueve. El deseo paraliza la razón. El deseo es instintivo. El deseo tiene el poder de un terremoto, el calor de un volcán. El deseo es infinito. Es múltiple. Se disfraza con cualquier cosa. Vaga desnudo. Se esconde bajo cualquier piel. Aflora en cualquier momento. El deseo es impaciente, impulsivo, persistente. Es fuente inagotable. El deseo insatisfecho duele. El deseo satisfecho no se sacia, quiere más, siempre más. El deseo se inflama ante el rechazo. El deseo vive en cualquier cuerpo. Duerme en los harenes, espía en los gineceos, viste de encajes, se tapa con celosías. Habita los espacios oscuros del alma. Señorea en los prostíbulos. Flagela a los posesos. El deseo es denso, profundo. El deseo es el preludio de un acto de contrición. El deseo es el complemento del perdón. El deseo consume como un tizón. El deseo inmoviliza como un miedo. El deseo viaja en las espaldas de las mujeres. El deseo se exhibe en las comisuras de los labios, en los óvalos de los ojos, en los mechones de pelo. El deseo salta en los tobillos, se pega a los muslos. Se desea lo que se ve y lo que se imagina. El deseo mortifica a los frailes. Llora en las celdas de los monasterios. Se baña de sol a la orilla de las playas. Gira con las cadencias de los bailes. Se atornilla en las caderas. Se abrocha a los senos. El deseo deseado es permanente espera. Es tormenta desatada. El deseo es prisionero de sus propias ansias. El deseo seduce como una sonrisa. Lastima como el desprecio. Hipnotiza como una víbora. El deseo es ansiedad repartida en todo el cuerpo. El deseo es temblor de manos, bullir de sangre. El deseo es misterio virginal. Sombra en el ocaso. Duelo en la vejez. El deseo es jinete de los pensamientos. Juez de honras, verdugo de virtudes, tirano de los sentidos. Es artífice de encuentros, cómplice de seducciones. El deseo es Celestina irredenta. Es locura que atormenta. Es boca que muerde. Uñas que desgarran, ojos que desnudan. Es vórtice de un ciclón, aguijón que excita, espuela que pica. El deseo es agonía, apremio. El deseo es espera, vela. El deseo es promesa, preludio. EFO. 



EL DOLOR


A veces, solo a veces, sin presentirlo, sin darnos cuenta, el dolor nos abraza. Despertamos y sentimos su presencia. Nos impone su estancia. El dolor no tiene puerta de entrada. No se mete por los ojos, ni por la boca, tampoco por los oídos, ni por la nariz. Simplemente entra, pasa, traspasa las barreras, derrumba las defensas e imperceptiblemente nos toma por asalto. Pareciera que desde siempre conviviera con nosotros, que hubiera nacido en el mismo instante en que nacimos, en la misma cama, en el mismo hospital, a la misma hora. El dolor es algo muy nuestro, nos distingue. No hay dolores iguales entre seres iguales. Mi dolor es distinto al tuyo. Nuestros dolores, aquellos que nos pertenecen, son personales, únicos, no duelen del mismo modo. Cada ser tiene su manera particular de sentir el dolor. Eso viene dado por la forma en que se produjo, por las causas que lo crearon, por la intensidad de los sentimientos que le dieron origen. El dolor que nos desgarra el alma, también puede hacer estragos en nuestro cuerpo, martirizarlo, hacerlo sufrir. Ese dolor es doblemente sentido, es intensamente vivido. Hay dolores que por momentos apetecemos tener. Son aquellos en los que nos regodeamos, los que nos cuesta dejar ir. A esos los vivimos como una herida abierta, nos sirven de recordatorio. Esos dolores los producen las grandes tragedias, aquellas que nos derrumban, que nos golpean. A ellos hay que paladearlos, degustarlos, exprimirlos hasta agotarlos. El dolor no se va como llega, con sus propios pasos. Al dolor hay que exorcizarlo, debilitarlo, para poder desterrarlo; pero primero hay que sufrirlo, es la única forma de dejar de padecerlo, de no morir con él. El dolor apareja un duelo, primero es intenso, nos desgarra, nos quiebra desde adentro; luego se aclara, se desdibuja y finalmente se va, nos abandona, deja de estar con nosotros. En su ausencia podemos analizarlo, buscar las causas que lo produjeron, las razones para que naciera. A distancia, podemos juzgarlo mejor, diseccionarlo, hurgar en él, determinar su intensidad y evaluar el daño que nos causó. No hay dolor eterno, hay dolores que parecieran eternizarse. Curadas las heridas sobreviene la calma, la paz. Nos reencontramos con nosotros mismos. Nos reconocemos. Nos concedemos una tregua, entramos en reposo hasta que una nueva pasión, otra tragedia nos conmocione, altere nuestro mundo interior y nos produzca otro dolor; uno distinto al anterior, pues ninguno es igual a otro para, sin darnos cuenta, empezar a sufrir de nuevo. EFO