EL DOLOR
A veces, solo a veces, sin presentirlo, sin darnos cuenta, el dolor nos abraza. Despertamos y sentimos su presencia. Nos impone su estancia. El dolor no tiene puerta de entrada. No se mete por los ojos, ni por la boca, tampoco por los oídos, ni por la nariz. Simplemente entra, pasa, traspasa las barreras, derrumba las defensas e imperceptiblemente nos toma por asalto. Pareciera que desde siempre conviviera con nosotros, que hubiera nacido en el mismo instante en que nacimos, en la misma cama, en el mismo hospital, a la misma hora. El dolor es algo muy nuestro, nos distingue. No hay dolores iguales entre seres iguales. Mi dolor es distinto al tuyo. Nuestros dolores, aquellos que nos pertenecen, son personales, únicos, no duelen del mismo modo. Cada ser tiene su manera particular de sentir el dolor. Eso viene dado por la forma en que se produjo, por las causas que lo crearon, por la intensidad de los sentimientos que le dieron origen. El dolor que nos desgarra el alma, también puede hacer estragos en nuestro cuerpo, martirizarlo, hacerlo sufrir. Ese dolor es doblemente sentido, es intensamente vivido. Hay dolores que por momentos apetecemos tener. Son aquellos en los que nos regodeamos, los que nos cuesta dejar ir. A esos los vivimos como una herida abierta, nos sirven de recordatorio. Esos dolores los producen las grandes tragedias, aquellas que nos derrumban, que nos golpean. A ellos hay que paladearlos, degustarlos, exprimirlos hasta agotarlos. El dolor no se va como llega, con sus propios pasos. Al dolor hay que exorcizarlo, debilitarlo, para poder desterrarlo; pero primero hay que sufrirlo, es la única forma de dejar de padecerlo, de no morir con él. El dolor apareja un duelo, primero es intenso, nos desgarra, nos quiebra desde adentro; luego se aclara, se desdibuja y finalmente se va, nos abandona, deja de estar con nosotros. En su ausencia podemos analizarlo, buscar las causas que lo produjeron, las razones para que naciera. A distancia, podemos juzgarlo mejor, diseccionarlo, hurgar en él, determinar su intensidad y evaluar el daño que nos causó. No hay dolor eterno, hay dolores que parecieran eternizarse. Curadas las heridas sobreviene la calma, la paz. Nos reencontramos con nosotros mismos. Nos reconocemos. Nos concedemos una tregua, entramos en reposo hasta que una nueva pasión, otra tragedia nos conmocione, altere nuestro mundo interior y nos produzca otro dolor; uno distinto al anterior, pues ninguno es igual a otro para, sin darnos cuenta, empezar a sufrir de nuevo. EFO
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