LA MONJA
El badajo al chocar contra las paredes de bronce multiplica el tam, tam de la campana que llama a la oración nocturna. Hace rato que abandonó el camastro y ciñó a su cintura el cordón que sujeta el hábito que oculta sus formas. Hace rato que sus pies se mueven, absorbiendo las losas del piso. La sombra de su figura se funde con las otras sombras de las otras figuras formando una larga hilera que marcha en procesión, rumbo a la capilla, cuya puerta semeja una oscura boca que delira por tragarla. Después de esta hora de oración vendrá otra hora de oración y luego una de meditación y posteriormente otra hora de meditación y así como si estuviese montada sobre una gigantesca noria gira su vida día a día, noche a noche. Desde que asumió el claustro como su razón de ser ha sido siempre así. Una hora es igual a la otra y muchas de ellas repartidas entre luces y sombras forman un día igual a otro. Rueda la noria. A veces lentamente, otras rápido, tan rápido que su propio asombro la sorprende sin poder precisar cuando comió o en que tiempo realizó su labor en el huerto que verdea separado por un muro del resto de las edificaciones que conforman el convento. El muro es una pequeña barda de piedra, un poco más alta que un hombre, que se extiende a lo largo de un terreno sembrado de hortalizas donde diariamente las monjas cumplen su labor. Es un muro antiguo, vetusto, musgoso, de piedras irregulares colocadas unas encima de las otras, sin orden ni concierto, puestas al azar. Hace poco terminó el rezo de esta hora y casi inmediatamente comenzó el trabajo. Ahora está parada frente al tablón de zanahorias. A ratos el peso de la azada se hace insoportable obligándola a apoyarse en el muro. Es un gesto maquinal que ha repetido muchas veces y que a fuerza de ser rutinario se ha convertido en ritual. Pero esta vez no es igual. No siente el muro como antes. Es como si de el emanara un vaho caliginoso que la envolviera, como si despidiera un aliento tibio que la acariciara, suscitando en ella sensaciones que sentía muertas. Es algo extraño, como un aviso inesperado que tensa sus sentidos. Sorprendida, se apoya en la azada y se despega del muro. El sonido de la campana anuncia que en breve comenzará de nuevo el rezo. Lentamente se encamina hacia su celda. En ella, segura está que salmodiando oraciones y sin pensar en nada más que no sea el amor a Dios sus sentidos se adormecerán. Pero no es así. La necesidad de arrimarse al muro la asalta de nuevo. Es más poderosa que sus deseos. Quiere tocarlo. Estar otra vez allí. Volver a sentir.
Amado dueño mío,
escucha un rato mis cansadas quejas
pues del viento las fío
que breve las conduzca a tus orejas.
Si no se desvanece el triste acento,
como mis esperanzas en el viento. (1)
Cogiome sin prevención,
amor astuto y tirano,
con capa de cortesano
se me entró en el corazón. (2)
Estos versos de otra monja le son familiares. Los recitó otra vez, en otro tiempo. Sin proponérselo deja escapar las palabras que son absorbidas por el muro. La pared de piedra las traga una a una. Y en eso lleva ya algún tiempo. Todos los días le roba un espacio a la labor para confidenciar con el muro. Como si fuera un dique roto su corazón se ha abierto a este que la ha escuchado paciente. Por momentos le parece que la pared entiende lo que dice, pues a veces cree percibir extraños ruidos, que intuye como repuesta. Se recrea en la calidez de las piedra que tocan sus manos y ve como sus lagrimas desparecen en la valla, como si fuesen enjugadas por un pañuelo invisible. Poco a poco, sin darse cuenta, sin quererlo, el muro se ha convertido en parte integrante de su ser. Ya no oculta su desazón cuando se aproxima la hora del trabajo. Presurosa recorre el espacio que media entre su celda y el huerto. Rápido limpia la era, arranca los hierbajos, remueve la tierra y riega las plantas. Mientras mas pronto termine, más tiempo podrá permanecer pegada al muro, intercambiando confidencias, estableciendo reciprocidades, sintiendo como su proximidad le transmite consuelo, como cura sus heridas y le va devolviendo su vida. Su mundo cambió. Ni los rezos, ni las largas horas de meditación, ni la sagrada contemplación en la capilla le confieren la paz que anhela su corazón. Tan sólo el muro es capaz de transmutarla hacia el ansiado sosiego que grita todo su ser. Sólo el muro, con su magia irresistible, le hace sentir lo que ahora no quiere dejar de sentir. Sólo el muro la mantiene atada a las paredes del convento. El muro la alimenta día tras día, mes tras mes. Sólo el muro la fortalece, preparándola para la inevitable separación de su hoy realidad y su encuentro con ese futuro que preludia cercano. Pero aún no está lista para ese viaje. Todavía le quedan muchas horas, muchos días pegada al muro, confundida con sus piedras, entrañablemente unida a él, porque ella sabe, que ahora es y quizás por algún tiempo más será una amurada. EFO.
(1) Sor Juana Inés de La Cruz. Sentimientos de Ausente.
(2) Sor Juana Inés de La Cruz. Cogiome sin Prevención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario