EL SECUESTRADO
Hace ya mucho rato que está pegado al muro. Recostarse contra el se ha vuelto una costumbre pues le proporciona un soporte que lo estabiliza, es como si su cuerpo estuviera suspendido en el aire y su único punto de contacto con la tierra fuera el muro.
Viajando en su plateada carroza el recuerdo se posa sobre el espacio vacío de su mente y allí permanece, primero quieto, luego poco a poco se agita hasta formar un torbellino. Como en una fantasmal danza las imágenes se suceden unas a otras. Ora es niño, ora es adulto. Ayer se casó, y después se divorció. Se mueve inquieto. El muro lo siente y responde dejando que se deslice hacia uno de sus rincones.
El muro no es largo, tampoco es muy elevado. Es una estructura de bloques de cemento de poco mas de tres metros de alto que forma un cuadrilátero en un espacio no superior a los doscientos metros cuadrados. Al muro se llega franqueando una puerta que da a esa casa que no ha abandonado desde hace ya más de dos años. El conoció el muro hace tiempo. De eso lo único que recuerda fue la orden seca, impersonal del custodio quien a empujones lo llevó allí. Desde entonces le permiten pasar fuera cuatro horas diarias. Es un ritual que se cumple matemáticamente salvo los días que llueve, que afortunadamente no son muchos.
Al muro se arrimó protegiéndose del sol, buscando un respiro al calor y poco a poco lo fue conociendo. Observaba como el astro caminaba sobre los bloques que conforman su estructura, dejando a su paso una mancha de sombra. Este conocimiento le resultó muy útil, pues gracias a el ahora se desplaza siguiendo el recorrido solar, aprovechando al máximo la mancha que queda. Otras veces, prefiere exponerse a la resolana. Como los lagartos, abre la boca, para atrapar el calor en vano intento por atizar el rescoldo de su otra vida que amenaza con extinguirse muy dentro de si.
Hubo una época en que vio al muro como un medio de escape y pasó muchos ratos calculando su altura y detallando los resquicios en busca de posibles apoyos para iniciar el asenso. El límite es el cielo. Adosaba su oreja a la pared en busca de sonidos, voces, ruidos, que le permitieran hacerse una idea de cómo era el espacio allende el muro. Pero la valla no respondía. No filtraba nada. A veces creía oír voces y se esperanzaba, pero pronto se convencía que esas voces provenían de si mismo, que eran los gritos de su propia angustia. Conforme pasó el tiempo se dio cuenta que el muro era algo en medio de la nada. Que había sido construido allí para encerrar nada de la nada que lo circundaba. Se resignó a eso.
Un día le sucedió algo extraño. De pronto sintió que no estaba solo. Al intentar evadir el sol divisó en uno de los orificios del muro unos pequeños ojos que parecían mirarlo. Y así era. La criatura no se intimidó con su presencia. Alargó la mano hacia ella y el animal desapareció, como tragado por el agujero. Pero su ausencia fue corta. Nuevamente sacó su cabeza por el hoyo. Esta vez se quedó quieto. Solo lo miró. Al otro día el pequeño reptil asomó ya no su cabeza, sino parte de su cuerpo fuera del agujero. El estaba preparado. De su magra ración de desayuno había guardado un pedazo de pan que depositó cerca del animalito, que lo tomó presuroso, mordisqueándolo con fruición. Quizás mañana vuelva. Puede ser el comienzo de una larga amistad. Sus sentimientos frente al muro han cambiado después de ese encuentro. Ya no lo siente indiferente, lejano a su tragedia, ahora lo ve como una estructura capaz de albergar otros seres. Como un edificio de apartamentos donde conviven, aún sin conocerse, una multiplicidad de gente. Es como si estuviera vivo, como si dentro de sus entrañas existiese otro mundo. Y en realidad es así, de ello da testimonio la larga hilera de bachacos que diariamente recorren su extensión, en un viaje que pareciera no tener destino final. Los bachacos comparten el muro con las hormigas y estas a su vez lo hacen con un sinnúmero de insectos que van desde arañas, hasta escarabajos y grillos. Cada uno de estos grupos ocupa su propio espacio en la pared y de vez en cuando alteran su paz al iniciar sus mortales guerras. El ha sentido los efectos de estas batallas. Ha visto como las hormigas devoran a grillos y bachacos y como estos hacen lo propio con los escarabajos. El ha sentido cada mordisco en su propia carne y se ha visto morir día a día. Desde que en forzado viaje abandonó familia, amigos y sociedad ha estado muriendo poco a poco. La soledad ha sido su eterna compañera. Es como una enorme lengua que lamiera todo su ser noche y día. El recuerdo es algo que quisiera evitar, porque lastima, cuando toca de cerca, pero que no puede evadir, pues aviva la esperanza y lleva sosiego.
Ayer fue igual que hoy y hoy será idéntico a mañana, de allí su necesidad de amurarse, de buscar compañía entre seres morfológicamente distintos que le permiten acercarse a sus vidas, sin aparentemente percatarse que él existe, que los espía, que sufre con sus derrotas y comparte sus victorias.
Para él el futuro no cuenta pues a fuerza de parecer incierto se ha ido desdibujando y ya ni siquiera es un débil punto. El pasado dejó de ser tal al convertirse en una carga de la cual quisiera deshacerse para no tener que llevar su peso a cuestas. El está parado en el presente, aferrado a las diarias horas que conforman su hoy, dejando que transcurran sin poder hacer nada para transformarlas. Su mundo se ha convertido en el mundo del muro. Frente al muro: analizándolo, observándolo, espiándolo. Tras el muro: intuyéndolo, presintiéndolo, deseándolo. Dentro del muro: compartiendo con sus anónimos pobladores espacio y tiempo. A eso se ha reducido su vida. El se ha transformado en un ser más de los muchos que habitan el muro. El es hoy y quizás por mucho tiempo más un amurado. EFO.
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