miércoles, 16 de mayo de 2012

EL ENFERMO


                                                                                               
Todo empezó un día, temprano al levantarse, cuando notó en su mano derecha una mancha mas clara que el color de su piel. Extrañado la palpó y más extrañado quedó al no sentir nada. Era como si hubiese perdido algo, como si de pronto la sangre no circulara por su dedo, pues no percibía repuesta alguna. Asustado, separó el dedo de la mancha y lo posó sobre su nariz. De inmediato esta le devolvió el contacto enviándole una pequeña onda de calor. Repitió el experimento, ahora con su oreja, y el resultado fue idéntico. Volvió a la mancha en su mano y otra vez la nada se posesionó del dedo. La nada y la lepra. De aquel tiempo ha pasado otro muy largo, tan largo que se declara incapaz de cuantificarlo. No sabe, a ciencia cierta, desde cuando está allí, o quizás lo sepa, pero no quiere saberlo. El lazareto se convirtió en refugio para su mal y único consuelo a su espíritu. Todos los tiempos transcurren entre las paredes del nosocomio y la gruesa valla de madera que marca distancia entre las vidas de seres distintos.
Hoy es jueves, día en que los enfermos salen a mendigar por el pueblo, pretencioso de ciudad, que con horror los ve desfilar por sus estrechas calles. A su paso puertas y ventanas se cierran presurosas y una lluvia de conjuros, imprecaciones y gritos cae copiosa sobre sus cabezas. Sus ojos escudriñan tras el burdo tejido de la capucha que cubre su rostro. Sus piernas impulsan, bajo la túnica de arpillera, un cuerpo cansado y al menor movimiento el tintineo de la campana que cuelga de su cuello pareciera acompasar su fatigoso andar, advirtiéndole a propios y extraños que un leproso se aproxima. Su olor pestilente ahuyenta a los animales, la visión de sus manos mutiladas, de dedos carcomidos por la enfermedad, dificultadas de asir un mendrugo o prodigar una caricia, asusta a las mujeres y suscita muestras de asco en los hombres. Hay mucho de morboso en este rito semanal que devuelve los lázaros a las calles y recluye los vecinos en sus casas; pero ambos bandos parecieran que desearan este encuentro: los unos exhiben los restos de sus cuerpos en franco desafío, como si culparan a los sanos por el mal que los aqueja y los otros espían ese horror con creciente curiosidad, casi con deleite, alegrándose de no ser ellos quienes llevan la muerte calcada en la piel. Al final del día, con el sol y sus miserias a cuestas la procesión de lacerados abandona las calles para, uno a uno, ser devorados por la pesada puerta del leprocomio. A salvo de miradas los enfermos se reencuentran con la realidad, se reconocen en su enfermedad y vuelven a ser ellos. Atrás quedaron las caras de miedo y las muestras de asombro. Aquí todos son iguales, todos asombran y todos meten miedo. El también se une y como todos los días, desde que llegó al hospital se acera al muro de troncos; con fruición bebe los últimos rescoldos de calor que el sol ha depositado en el y reconfortado toca los añosos leños que acostumbrados a su cuerpo lo dejan yacer adherido a ellos. De sus cuencas asoman un par de ojos vidriosos, de mirada lánguida, que mariposean sobre la barda. Poco a poco va enfocando su atención en las rugosidades de la madera. Desciende a la base del vallado, hasta donde nacen los rolos, para lentamente ir subiendo, metiéndose por sus múltiples caminos de musgo, adornados de coquitos, bordeando los hongos que los parasitan, viajando a través de las vetas y chocando con los nudos que obstruyen la ruta de las hormigas. En su peregrinar, a veces, la mirada cae en las ranuras que forman la separación entre los palos, deslizándose hacia afuera. Pero esa escapatoria fugaz es rápidamente controlada; a él no le interesa espiar allende la barda, su mundo está adentro de esta, el exterior le es ingrato, pues fuera se sabe distinto. Dentro él es normal, fuera es una deformidad, un fenómeno que espanta, un ser abominable. Corregida la distracción vuelve a centrar su atención en la cerca persiguiendo una hilera de bachacos que se empinan hacia arriba; al rato, cansado, desliza su cuerpo por la pared hasta quedar sentado, fundido al muro. Ya no lo ve, pero siente sus asperezas que le marcan la espalda. La valla es en realidad una sucesión de troncos clavados en la tierra, uno al lado del otro, que encierra un enorme terreno, en el medio del cual se encuentra el hogar de la colonia de leprosos, el Hospital de San Lázaro, un ruinoso edificio compuesto por tres barracones, de paredes de piedra y techos de madera, interconectados por un largo pasillo; pero para el es algo más que eso. La estacada es su salvaguarda, a ella acude trémulo cada mañana, en ella pasa las tardes y muchas veces las noches. Con el muro como escudo es fuerte, pues está escondido de miradas, protegido de frases maliciosas y a salvo de pensamientos malsanos. Al muro llegó un día cualquiera, como llegan todos los enfermos del hospicio, buscando apoyo para sus debilitados cuerpos,y una vez que descansó a su sombra entendió que nunca más se separarían. Junto al muro enterró sus esperanzas y vio morir sus sueños de un tiempo mejor. Junto al muro aceptó que nunca sanaría y poco a poco, acogió la muerte como compañera permanente, pues se supo muerto en vida. 
Al final del muro, anexa a la parte posterior del complejo, está la necrópolis de los lazarinos donde irán a parar sus huesos, aquellos que les deje el mal que lo devasta, pues los leprosos deben ser sepultados en cementerio aparte, nunca en cementerio común, cubiertos de cal viva y en tumba anónima, sin lápida ni cruz. Tan solo un ladrillo, con su número, marcará el lugar, indicando que quien allí reposa recibió muerte infamante. En ese camposanto ya reservó su espacio. Y lo hizo con mucho cuidado, a sabiendas que será el último que ocupará en la tierra. Lo escogió de frente y muy cerca de la barrera, para poder observar desde su horizontalidad la verticalidad del muro. Ahí se quedará, amurándose definitivamente, hasta que Dios, en su inagotable bondad, llame a los leprosos a su lado, quitándoles el estigma que el Demonio puso sobre ellos, derrumbando los muros que los limitaron en vida y que los separan en la muerte, desamurándolos. EFO.



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