Lentamente, arrastrando los pies, como si una manea invisible le impidiera caminar se va acercando al muro. Hoy no es igual que ayer. Pareciera que hoy no quisiera amurase, pero algo lo obliga. Es como si su cuerpo entero se lo pidiese y paso a paso se acerca hasta que al fin sus manos tocan la pared, que gigantesca se empina sobre su cabeza en busca de los alambres de púas que la coronan. A ambos extremos del muro, sendas garitas se yerguen amenazantes. Los faros que fungen de únicos ojos se debaten entre sus celdas de cemento que lucen los cañones de las ametralladoras como si fuesen abalorios en el cuello de una mujer. Hace tiempo que cohabita con este muro. No sabe exactamente cuanto porque el tiempo dejó de contar cuando lo sentenciaron a morir tras las rejas. Pero si recuerda como comenzó su relación con la barrera. Al igual que todos los días y como todos los presos, vagaba por el patio, cuando inadvertidamente sus manos tocaron el muro. Fue una sensación extraña. Sintió como si se tratase de un organismo vivo al que hubiera palpado. Le supo tibio al tacto, liso, terso, como una piel recién lavada. Sorprendido se separó del muro, pero inmediatamente sintió la necesidad de volver a tocarlo. Y lo hizo. Y la misma sensación de calidez se apoderó de nuevo de su cuerpo. El muro está vivo, pensó. Pero enseguida desechó la idea. Se rió de si mismo y se preguntó si no estaba volviéndose loco. Desde ese día ha venido a diario a la valla que se sabe deseada. El conoce el muro a fuerza de tanto tocarlo. Es capaz de distinguir las sensaciones que de el brotan. El muro no se siente igual en toda su extensión. En su fantasear el lado izquierdo de la pared es idéntico al cuerpo de una mujer, no es completamente liso como el centro o el lado derecho. Piensa que si levanta las manos por encima de su cabeza puede tocar el cuello para desde allí descender hacia dos pequeños promontorios que asoman tímidamente y que nadie sabe porque están allí, salvo que los hayan puesto para recordar a los condenados la suavidad de las turgencias femeninas. Al dejar correr las manos hacia abajo, en loca carrera, en busca de un imaginario pubis, casi puede sentir la depresión de la cintura para después descansar en dos salientes paralelos que semejan la redondez de las caderas. En el centro, el muro es liso, completamente liso y tan suave que no parece concreto, sino terciopelo. Esta parte del muro se siente como las piernas de una muchacha cubiertas de un fino vello, tan fino que parece la pelusa de un durazno. Y finalmente el lado derecho es idéntico a las manos, surcado por una especie de canales que semejan largos y elegantes dedos. El muro tiene vida propia. Al tocarlo pareciera que respondiera a la presión que sobre el se ejerce. Si se le golpea con violencia responde con acritud, devolviendo el golpe. Si por el contrario tan solo se le roza, acariciándolo, deja escapar una onda cálida que envuelve y persiste un rato después de haberse roto el contacto. El muro no transmite sonido alguno. Es tal su densidad que los ecos de voces y ruidos, provenientes del exterior, rebotan en su superficie, devolviéndose intactos, como si nunca hubiesen sido tocados. Pero el muro es sensible a los cambios. Cuando llueve se torna sombrío. Repele la proximidad. Es como si sintiera que no puede transmitir nada de si mismo y se encerrara en una coraza que lo protegiera. Si por el contrario el solo brilla, reluce, invita a acercarse. Al caer la tarde, cuando comienza el eterno duelo entre sombras y luces, permanece inmutable. Ni acepta ni rechaza el contacto, tan sólo lo mantiene. En la noche, cuando la luna pinta jirones blancos sobre su cuerpo, lo invade una inquietud, se convierte en un ente abstracto. Se le siente ansioso como si quisiera escapar de sus cimientos e iniciar un viaje quien sabe adonde. El juego de blanco y negro lo despoja de su realidad, cambiándolo por algo misterioso, a lo que da miedo acercarse. Pero no es por miedo que ahora no sale al patio, que no se acerca al muro. Hace días que lo espía desde la pequeña ventana de su celda a través de la cual divisa su uniforme silueta. No quiere tocarlo. Presiente que si lo hace ya no podrá despedirse y eso es lo que tiene que hacer: despedirse. Dejar de verlo. Nunca más palparlo. El muro intuye su partida. Al asomar el día refleja el brillo del sol encegueciéndolo, invitándolo a abandonar su celda. En las tardes lo provoca con su sombra, como pidiéndole que repose junto a su lado. Y en las noches deja escapar un aliento húmedo, palpitante, como el de una hembra ansiosa, incitándolo a unirse. Pero pese a todo, él se mantiene firme. No abandona su claustro. Quiere hacerlo pero sabe que no puede, que el momento de irse se acerca sin prisa, sin pausa, inexorable, pero que aún no ha llegado.
El reloj marcó su hora. Su tiempo se hizo presente. El débil crujido del cuello al ceder, bajo el tijeretazo de la cuerda, y el golpe seco contra el suelo, al recibir el cuerpo, partieron en dos el silencio del día que nace. Por última vez su ojo reflejó el muro en mudo adiós. El muro también lo sintió irse y aceró el suave gris de su piel en señal de despedida.
Hoy es otro día. El muro amaneció insinuante, cautivador, lascivo, acechante. Sin darse cuenta otro reo se aproxima a la pared que lo espera expectante. Sus dedos se posan sobre ella y ella responde al contacto. Asustado, el hombre se separa, para luego, curioso, volver a tocar la valla. Hoy amaneció un nuevo amurado. EFO.
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