miércoles, 16 de mayo de 2012



EL CIEGO.


Como si fuera la guía de una rueda el bastón va marcando el camino que sigue el brocal de la acera. A ratos, cuando esta termina, cae el palo abruptamente al medio de la calle. Prevenido, detiene su paso. Con el cayado tantea la nueva realidad y tras espiar los ruidos reanuda su andar, esta vez presuroso, hasta alcanzar la acera vecina donde el báculo bordeara otro brocal. En este nuevo espacio se siente seguro, cómodo, confiado. Con la mano izquierda, la que tiene libre, va rozando los muros de las casas que muerden la acera hasta detenerse en uno que le resulta amigable. Aproxima su cuerpo a la barda y comienza a explorarla. La toca con suavidad, palpando su contextura, regodeándose en su descubrimiento. Con sus dedos hurga en las ranuras, que forman las juntas de las uniones de bloques, como si buscara un secreto en esas alcancías de cemento. Pega su oreja a la pared, tratando de percibir algún sonido. Cansado de no escuchar nada reanuda su andar. Debe ser mediodía pues siente el castigo de la calina sobre su cabeza. Su paso es ahora más rápido, cualquiera diría que busca refugio. Y eso es lo que hace. Su mano libre vuelve a rozar los muros de las casas que desfilan ante ella hasta detenerse en uno. Este no es igual a los demás. El lo conoce. Otras veces ha descansado a su abrigo. Y hoy lo hará de nuevo. Recostado a la tapia que sabe recubierta de una hiedra, de suaves hojas y frágiles tallos, de esos que no estorban cuando tocan el cuello, se abandona a la frescura que de ella emana y se sienta a su vera. Deja que lo envuelva el aroma de la mata y satisfecho estira las piernas, para volver a recogerlas ante la cercanía de pasos que se aproximan. Codicioso estira la mano y recibe a cambio de su gesto una pequeña moneda que desaparece rápidamente en la caverna de su saco. Sonríe mientras recuesta su cabeza contra la barrera. Se dispone a escuchar el diálogo de los grillos que asordan su base. Estos deben ser grandes, pues chillan duro, murmura para sus adentros. De pronto una hoja se desprende y con pasos de valet se posa en el suelo, muy cerca de su mano. La sintió caer, pero no pudo agarrarla, el viento ridiculizó su gesto. Hay olor a comida. Goloso, visualiza el condumio en una mesa vecina. Para saber que comen no necesita ver, en realidad no puede hacerlo. Nunca ha podido, pues desde siempre la noche ha cubierto sus ojos. Le basta con oler, oír y tocar. Se dispone a dormir y deja que el sopor lo invada. Pero eso dura poco, el sonido de las cornetas y el fragor del tráfico lo sobresaltan. De nuevo está de pie sobre la cinta de macadam. Retoma sus pasos. Otra vez su mano izquierda roza los muros que le son aledaños. Una voz lo alerta. El conoce esa voz, forma parte del inventario de voces que le son familiares. El también conoce ese muro. Es una pared alta, perforada por tubos que muestran sus oquedades a la calle y que sirven para el desagüe del jardín. La pared está recubierta de lajas de piedra, cuyas texturas descifraron hace rato sus dedos, y que el cree de diversos colores. En varias de las uniones de las lajas han nacido matas de helecho, que mueren en verano y verdean en invierno. En sus ratos de ocio, que son muchos, ha pasado largas horas espiando las voces tras ese vallado. Las conoce tanto que puede identificar a sus dueños por sus nombres, a fuerza de oír como se vocean unos a otros. Cuando la tarde declina dos señoras, desgranan confidencias del otro lado de la barda. Son nimiedades, cosas triviales, ningún secreto que valga la pena, pero él está allí como testigo invisible de lo que se cuentan. Esta vez no se sienta. Permanece de pie con la oreja pegada al muro, aspirando las voces, sorbiendo los sonidos que traspasan la pared. Y así se queda largo rato, hasta que percibe pasos que se alejan doblando las matas de grama. Una nube de silencio se asienta sobre el muro. No se escucha mas nada, es como si una gasa gigantesca hubiera secado los sonidos. Pero el sabe que eso es pasajero. No se mueve. Espera. Y pronto su vigilia es recompensada. Nuevas voces chocan contra la pared. Esta vez son gritos de niños a los cuales les niega forma. Los sabe inquietos, ágiles, impacientes. No imagina como serían en realidad. Para el los cuerpos son voces. Por largo rato permanece escuchando hasta que al final se cansa y retoma el andar.
Su vida se alimenta de los sonidos que los muros le transmiten. A ellos les ha robado historias terribles, de odio y resentimiento también tristes, a veces dulces y a ratos alegres. Y él siempre ha estado cerca de las bardas para recoger esos testimonios que lo abruman. A cada una de las vallas le corresponden distintos episodios. Cada una tiene algo que contar, con protagonistas diferentes. A veces alguna enmudece. Cuando esto sucede le inventa un relato que sea afín con el muro. 
Para él los muros son todo. Gracias a ellos establece contacto con el mundo que lo rodea, y al cual siempre ha palpado, olido y oído, nunca visto. Con los muros vive su propia vida y la de ellos. Hay muros que han nacido y crecido frente a él. A esos los conoce mejor que a otros, pues sintió día a día su desarrollo, se alegró cuando algún detalle arquitectónico los embelleció y celebró cuando los concluyeron. A esos los siente como sus hijos. Por esos tiene especial afecto, con ellos pasa más tiempo, les habla, los acaricia, los quiere. Hay otros que desde siempre han estado ahí. Son como viejos conocidos. Centinelas del pasado, guardianes de sucesos pretéritos, custodios de la memoria de calles y avenidas. Entre los muros y él existe una relación intensa, es algo que transciende el mero hecho de tropezarse día a día, de ser compañeros en la misma ruta. Entre ellos existe lo que solo puede darse entre un muro y su amurado. EFO.

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